Nuestra propia condena a la libertad
Por Wilson Arias Castillo (*)
Los derechos se conquistan. Porque para garantizarlos no basta con el enunciado formal de un catálogo constitucional sobre deberes y derechos, sin crear la posibilidad cierta de acceder, cumplir u observar unos y otros. Ya hace un siglo Anatole France se refería con ironía a “la mayestática igualdad del derecho, que prohíbe por igual al rico y al pobre pedir caridad por las calles y dormir bajo los puentes”.
Tratándose de la posibilidad de ejercer los derechos políticos, el asunto reviste gran complejidad e inaplazable urgencia. Es fácil sustentar que en la realidad del Valle hoy, por ejemplo, y contra lo que dice el texto de la Constitución (Art. 40), no “todo ciudadano” apto para ello puede presentarse a competir en igualdad de condiciones y menos aún ser elegido al Congreso de la República.
Subrayemos sólo el aspecto financiero: ni destinando varias decenas de millones de pesos la tendría fácil para hacer conocer su aspiración y menos para lidiar con los centenares y a veces miles de millones que en publicidad y compra de votos invierten otros candidatos.
El mercado de las campañas –ya dominado por el capital que transa partidos y candidatos– se encarece porque cada vez se restringe más la publicidad “alternativa” o “popular” (sólo se aceptan costosas vallas, cuñas radiales y televisivas), y por la compra del voto y de líderes o el “alquiler” de maquinarias electorales.
La comunidad lo sabe, como también percibe que si la candidatura es calificada como de oposición, la campaña puede enfrentar muchas otras dificultades (incluidas chuzadas del DAS y montajes policiales).
Pero por ahora no nos detengamos en lo anterior, ni en la acción u omisión estatal en la materia (reforma electoral, financiación estatal de las campañas, democratización de los medios de comunicación, etc.).
Cuando decimos que los derechos se conquistan, estamos reiterando que se debe luchar por ellos en cada oportunidad, sin esperar que nos vengan del cielo, ni del impostado discurso legislativo o gubernamental.
La clase dirigente conoce y practica los mecanismos que falsean la democracia y hacen nugatorios los derechos a elegir y ser elegido. Y aunque es verdad que existen unos condicionamientos sociales (atraso político, “fetichismo” jurídico, “falsa conciencia”, etc.) que posibilitan dicho fracaso democrático, la inmensa mayoría de ciudadanos también saben o intuyen la existencia de dichos mecanismos, soportados simultáneamente en la miseria y en su reverso, la opulencia económica.
Es decir que una grande hipocresía en lo social, un generalizado desentendimiento en lo personal y una especie de “imbecilidad ética” en lo individual en buena medida permiten que dicho estado de cosas se siga reproduciendo.
De modo que es definitivo dirigir un enérgico llamado también a la persona que elige y a sus reservas éticas. Hoy lo haremos siguiendo a Jean Paul Sartre, el filósofo francés que imponía una exigente pero hermosa angustia al ser humano: “Estamos condenados a la libertad”. Pues la facultad de razonar para decidir libremente es esencialmente humana y no podemos despojarnos de ella como quien se quita una camiseta.
Desde luego que si se trata de sortear asuntos triviales, lo puede hacer por referencia y sin mayor angustia. Pero si hablamos de verdaderas disyuntivas, de cuestiones importantes (si el derecho a la salud se convierte en mercancía, o quién y cómo toma esas determinaciones), tendrá que pensar por sí mismo y no aceptar presiones por fuertes que ellas sean. Allí se juega una de las facultades más humanas.
El acto electoral reclama sobre todo participar de manera informada. No basta con leer un eslogan en la imponente valla. Hay que conocer la posición que presenta el candidato, su partido y, sobre todo, la trayectoria de uno y otro.
Porque política es lo que se afirma, pero también lo que se calla; porque se calla también lo inconfesable (ningún candidato reconoce que pretende esquilmar el ingreso de los ciudadanos... aunque eso quiera), y porque a las personas hay que conocerlas no por lo que dicen de sí mismas sino por lo que hacen. De modo que obrar informado y enterarse por nuestra cuenta sobre la trayectoria del candidato preferido es un deber ciudadano.
Y al decidir, hacerlo de manera autónoma, lo que no es fácil. Pero quien decida votar sin responsabilidad o vender su voto al mejor postor debe reconocerlo y asumir las consecuencias. Si decide no participar, igual: “no renunciarás a elegir, sino que habrás elegido no elegir por ti mismo”.
(*) Candidato a la Cámara por el partido Polo Democrático Alternativo del Valle.
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