Implicaciones
geopolíticas del ingreso
de
Colombia a la Otan
Por Atilio Boron
(*)
El
anuncio del presidente de Colombia Juan Manuel Santos de que “durante este mes
de junio suscribirá un acuerdo de cooperación con la Organización del Tratado
Atlántico Norte (Otan) para mostrar su disposición de ingresar a ella” ha
causado una previsible conmoción en Nuestra América. Lo pronunció en un acto de
ascensos a miembros de la Armada realizado en Bogotá, ocasión en la cual Santos
señaló que Colombia tiene derecho a "pensar en grande", y que él va a
buscar ser de los mejores "ya no de la región, sino del mundo
entero".
Continuó
luego diciendo que "si logramos esa paz –refiriéndose a las conversaciones
de paz que están en curso en Cuba, con el aval de los anfitriones, Noruega y
Venezuela‒, nuestro Ejército está en la mejor posición para poder distinguirse
también a nivel internacional. Ya lo estamos haciendo en muchos frentes",
aseguró Santos. Y piensa hacerlo nada menos que asociándose a la Otan, una
organización sobre la cual pesan innumerables crímenes de todo tipo perpetrados
en la propia Europa (recordar el bombardeo a la ex Yugoslavia), a Libia y ahora
su colaboración con los terroristas que han tomado a Siria por asalto.
Jacobo
David Blinder, ensayista y periodista brasileño, fue uno de los primeros en
alarmarse ante esta decisión del colombiano. Hasta ahora el único país de
América Latina “aliado extra Otan” era la Argentina, que obtuvo ese deshonroso
estatus durante los nefastos años de Menem, y más específicamente en 1998,
luego de participar en la Primera Guerra del Golfo (1991-1992) y aceptar todas
las imposiciones impuestas por Washington en muchas áreas de la política
pública, como, por ejemplo, desmantelar el proyecto del misil Cóndor y congelar
el programa nuclear que durante décadas venía desarrollándose en la Argentina.
Dos gravísimos atentados que suman poco más de un centenar de muertos –a la
Embajada de Israel y a la Amia‒ fue el saldo que dejó en la Argentina la
represalia por haberse sumado a la organización terrorista noratlántica.
El
estatus de “aliado extra Otan” fue creado en 1989 por el Congreso de los
Estados Unidos –no por la organización‒ como un mecanismo para reforzar los
lazos militares con países situados fuera del área del Atlántico Norte, pero
que podrían ser de alguna ayuda en las numerosas guerras y procesos de
desestabilización política que Estados Unidos despliega en los más apartados
rincones del planeta. Australia, Egipto, Israel, Japón y Corea del Sur fueron
los primeros en ingresar, y poco después lo hizo la Argentina, y ahora aspira a
lograrlo Colombia. El sentido de esta iniciativa del Congreso norteamericano
salta a la vista: se trata de legitimar y robustecer sus incesantes aventuras
militares ‒inevitables durante los próximos treinta años, si leemos los
documentos del Pentágono sobre futuros escenarios internacionales‒ con un aura
de “consenso multilateral” que en realidad no tienen.
Esta
incorporación de los aliados extraregionales de la Otan, que está siendo
promovida en los demás continentes, refleja la exigencia impuesta por la
transformación de las fuerzas armadas de los Estados Unidos en su tránsito
desde un ejército preparado para librar guerras en territorios acotados a una
legión imperial que, con sus bases militares de distinto tipo (más de mil en
todo el planeta), sus fuerzas regulares, sus unidades de “despliegue rápido” y
el creciente ejército de “contratistas” (vulgo: mercenarios), quiere estar
preparada para intervenir en pocas horas con el fin defender los intereses
estadounidenses en cualquier punto caliente del planeta. Con su decisión Santos
se pone al servicio de tan funesto proyecto.
A
diferencia de la Argentina (que por supuesto debería renunciar sin más demora a
su estatus en una organización criminal como la Otan), el caso colombiano es
muy especial porque desde hace décadas recibe, en el marco del Plan Colombia,
un muy importante apoyo económico y militar de Estados Unidos –de lejos el
mayor de los países del área‒ y sólo superado por los desembolsos realizados en
favor de Israel, Egipto, Irak y Corea del Sur y de uno que otro aliado
estratégico de Washington.
Cuando
Santos declara su vocación de proyectarse sobre el “mundo entero” lo que esto
significa es su disposición para convertirse en cómplice de Washington, para
movilizar sus bien pertrechadas fuerzas más allá del territorio colombiano y
para intervenir en los países que el imperio procura desestabilizar, en primer
lugar, Venezuela. Es poco probable que su anuncio signifique que está dispuesto
a enviar tropas a Afganistán u a otros teatros de guerra. La pretensión de la
derecha colombiana, en el poder desde siempre, ha sido convertirse,
especialmente a partir de la presidencia del narcopolítico Álvaro Uribe Vélez,
en la “Israel de América Latina” erigiéndose, con el respaldo de la OTAN, en el
gendarme regional del área para agredir a vecinos como Venezuela, Ecuador y
otros ‒¿Bolivia, Nicaragua, Cuba?‒ que tengan la osadía de oponerse a los
designios imperiales. Eso, y no otra cosa, es lo que significa su declaración.
Pero
hay algo más: con su decisión Santos también pone irresponsablemente en
entredicho la marcha de las conversaciones de paz con las Farc en La Habana (uno
de cuyos avales es precisamente Venezuela), asestando un duro golpe a las
expectativas de colombianas y colombianos que desde hace décadas quieren poner
fin al conflicto armado que tan indecibles sufrimientos deparó para su pueblo.
¿Cómo podrían confiar los guerrilleros colombianos en un gobierno que no cesa
de proclamar su vocación injerencista y militarista, ahora potenciada por su
pretendida alianza con una organización de tintes tan delictivos como la Otan?
Por
otra parte, esta decisión no puede sino debilitar –premeditadamente, por
supuesto‒ los procesos de integración y unificación supranacional en curso en
América Latina y el Caribe. La tesis de los “caballos de Troya” del imperio,
que repetidamente hemos planteado en nuestros escritos sobre el tema, asumen
renovada actualidad con la decisión del mandatario colombiano. ¿Qué hará ahora
la Unasur y cómo podrá actuar el Consejo de Defensa Suramericano, cuyo mandato
conferido por los jefes y jefas de Estado de nuestros países ha sido consolidar
a nuestra región como una zona de paz, como un área libre de la presencia de
armas nucleares o de destrucción masiva, como una contribución a la paz mundial
para lo cual se requiere construir una política de defensa común y fortalecer
la cooperación regional en ese campo?
Es
indiscutible que detrás de esta decisión del presidente colombiano se encuentra
la mano de Washington, que paulatinamente convirtió a la Otan en una
organización delictiva de alcance mundial, rebalsando con creces el perímetro
del Atlántico Norte, que era su límite original. También se advertía la mano de
Obama al impulsar, poco después de lanzada la Alianza del Pacífico (tentativa
de resucitar el Alca con otro nombre), la provocadora recepción por parte de
Santos del líder golpista venezolano Henrique Capriles.
Lo
mismo puede percibirse ahora, con todas las implicaciones geopolíticas que
tiene esa iniciativa al tensar la cuerda de las relaciones colombo-venezolanas:
amenazar a sus vecinos y precipitar el aumento del gasto militar entre ellos,
debilitar a la Unasur y la Celac, alinearse con Gran Bretaña en el diferendo
con la Argentina por Las Malvinas, dado que esa es la postura oficial de la
Otan. Y quien menciona esta organización no puede sino recordar que, como dicen
los especialistas en el tema, el nervio y músculo de la OTAN los aporta Estados
Unidos y no los otros estados miembros, reducidos al triste papel de simples
peones del mandamás imperial. En suma: una nueva vuelta de tuerca de la
contraofensiva imperialista en Nuestra América, que sólo podrá ser rechazada
por la masiva movilización de los pueblos y la enérgica respuesta de los
gobiernos genuinamente democráticos de la región. Esa será una de las pruebas
de fuego que tendrán que sobrellevar en las próximas semanas.
(*) PhD Director
del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales
(Pled) Buenos Aires, Argentina. Texto tomado de la edición No. 34 de la Revista
Izquierda.
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