Carta a Nairo
Mientras patrocinadores y dirigentes deportivos llevaban al campeón del Tour de l’Avenir por un recorrido del exhibicionismo, un periodista iba hasta su tierra y recorría los primeros pedalazos del ciclista a través de una carta íntima que perfila el origen de un campesino predestinado para desafiar el destino.
Por Jorge
Enrique Rojas (*)
Enviado especial
de El País a Cómbita, Boyacá
Tal
vez nunca leas esto, Nairo. Sé que no te gusta leer y que a veces llegas tan
cansado de entrenar que te quedas fundido viendo las cartillas de sudoku y las
sopas de letras que tu entrenador te manda para que ejercites la mente.
Viajé
para encontrarte y que me contaras esa vida de hazaña que has tenido, para que
me explicaras de dónde sacaste esa obstinación, esa persistencia a prueba de
golpes para sobreponerte a los obstáculos. Estuve en el hotel donde te
alojaron, en la Casa de Nariño —donde te recibió el Presidente—, pero fue
imposible que me atendieras. Desde que llegaste a Colombia te han llevado de un
lado a otro para exhibir tu triunfo en el tour del capricho ajeno: noticieros,
emisoras, cenas, homenajes...
En
los pocos minutos que conversamos antes de que te montaran a un carro con
destino quién sabe a dónde, me dijiste que tú, lo único que querías, era
regresar a El Moral, esa loma de la vereda La Concepción, en Cómbita, donde
hace 20 años naciste, para dormir en tu misma cama, tomar leche recién ordeñada
y ver de nuevo a esa novia que tienes a escondidas.
Me
contaste que querías volver pronto, entre otras cosas, para enterarte de todo
lo que ha pasado en tus tierras mientras estuviste lejos. “Es que fueron 35
días, vea usted”, me dijiste con tu voz de monaguillo y ese acento lleno de
sílabas estropeadas por aquella ‘s’ arrastrada más de la cuenta, de la que
tanto se burlaban tus compañeros del colegio Alejandro Humboldt. Y sí, tienes
razón, mientras corrías el Tour de l’Avenir, mientras ciclistas franceses y
alemanes que dejabas regados en el camino te insultaban y escupían, algunas
cosas sucedieron allá, en el pueblo donde alguna vez pensaron que tú, tan
pequeñito y tan flaco, no podrías llegar a ser otra cosa que un buen campesino.
La
Costeña y Chapulín, por ejemplo, esos perros de raza callejera, de hocicos
puntiagudos y lanas manchadas por la mugre, que cuidan tu casa, desprovista de
cerraduras y chapas en las puertas, tuvieron cría. Es una manada de seis
cachorros de orejas largas y colas enroscadas que ahora crecen entre las
gallinas que cacarean y ponen huevos bajo los árboles de uchuva, tomate,
durazno, mora, erguidos a un costado del rancho, en medio de bicicletas
descuartizadas, neumáticos desinflados, manubrios oxidados, pedales que están
por ahí regados, como si en ese trozo del campo el ciclismo fuera un abono
bondadoso para todo.
Ha llovido por estos días. Así que no te extrañes si en el piso de madera de tu cuarto encuentras ollas, peroles, vasijas que tu hermano Dayer ha puesto para resguardar de la humedad esa pieza que comparte contigo. Los agujeros del techo de la casa que tu papá levantó con adobe y tejas de barro, lo sabes bien, no han podido ser reparados y el agua se sigue colando. Pero tú tienes el sueño sereno. Dayer jura que aún en medio de las tormentas duermes como un bebé y que a veces, tumbado de medio lado, roncas. Tal vez no estés consciente pero eres su ídolo y, en silencio, es él quien te cuida el sueño. Ese muchacho de 18 años se ha desvelado cuando has tenido una mala carrera y, dormido, hablas, discutes, como si en la dimensión difusa de los sueños intentaras alcanzar las metas que aún no logras.
Pero de los aguaceros caídos en tu ausencia hay algo bueno para contarte. Gracias a esa lluvia, las tinajas plásticas de almacenamiento han estado llenas. Así que Luis Guillermo, tu papá, con esa cadera atrofiada por el accidente de tránsito que sufrió de joven y esas catorce operaciones encima que no pudieron remediarle la cojera de la pierna derecha, no ha tenido que pasar mayores trabajos para conseguir el agua que necesita para trabajar en la panadería que le montaste ahí, en los bajos de la casa. Y tu mamá Eloísa, con sus 46 años, también ha descansado de caminar los dos kilómetros hasta el nacimiento de Aguavaruna para traer los baldados que necesita para lavar la ropa en la lavadora de 26 libras que le regalaste con el primer premio que obtuviste dando pedalazos en contra del destino.
Isabel Monroy, la madre comunitaria que hace 20 años atiende el hogar comunitario Pato Lucas, la guardería donde a los 8 meses de nacido tus papás tuvieron que dejarte para irse a vender verduras a las plazas de mercado de Cómbita y Arcabuco, dice que nadie creía que pasarías los 3 años. Sufriste de algo que allá, en las montañas de Boyacá, llaman “tentado de difunto”, un mal inexplicable del que pocos, quizás sólo los predestinados para algo, logran salvarse. La mujer, que te quiere como si te hubiera parido, cuenta que cada mes te daba una diarrea inhumana que te acosaba por días enteros sin que hubiera remedio que la parara. Que la sangre se te regaba por nariz y boca cada que tosías. Y que siempre, sin importar las veces que te bañaran, olías a muerto. Tus ojos, entonces, permanecían tan apagados como los de un animalito disecado.
María, una señora que sabe de yerbas y otras cosas, le dijo a tu mamá que lo que pasaba es que alguien que había arreglado a un muerto le había tocado a ella el vientre cuando aún estabas ahí adentro. Entonces le recomendó un agua hervida con cogollos de nueve árboles y un bebedizo de arracacha y tierra que de un día para otro empezó a sanarte. El milagro ocurrió tan pronto, que a los 2 años, no podrás recordarlo, cuando caminabas a medias, te volaste de la guardería atravesando medio kilómetro de potreros y trochas hasta que encontraste tu casa. Eso de correr y escapar, así como lo hiciste en los riscos más empinados de Francia, contrariando pronósticos y vicisitudes que parecían mucho para tu tamaño, no es algo nuevo en tu vida: lo llevas en la sangre.
Y así también llevas el sacrificio, Nairo. Porque tú no empezaste a montar en bicicleta por gusto, sino por necesidad: porque tus papás, que ya habían ido al colegio a pedir que les rebajaran la pensión tuya y la de tus cuatro hermanos, no podían pagar el transporte para que ustedes llegaran hasta la escuela, lejos, a 18 kilómetros de tu casa, allá abajo en Arcabuco. Por eso cogiste esa bicicleta todoterreno que tu papá había comprado para ir a ver las vacas en el potrero. Por eso, ya a los 12 años, ibas y venías todos los días, a veces con tu hermana Lady trepada en la barra. Durante cinco años pedaleaste por esa cuesta que los carros deben subir en tercera, a veces en segunda marcha, sin más pretensiones que ir a estudiar o llegar a los ensayos de danza.
Qué
importaba que te tardaras 45 minutos, mientras la ruta escolar se demoraba 15.
En ese tiempo, pese a que no eras muy bueno, recuerda la profesora Flor Mireya
Vargas, te gustaba bailar y lo hacías aunque esa instructora venida de Tunja te
dejara sentado y tú sintieras que habías perdido el esfuerzo. Bajaste y subiste
una y otra vez, sorteando la curva mezquina de La Cantera, las tractomulas que
te cerraban y que más de una vez te sacaron de la vía, como aquella vez que
rodaste por el barranco y te apareciste a clases así, con la cara, las manos,
los codos, las rodillas reventadas.
Siempre
fuiste osado. Tu hermana Esperanza, que te ayudó con setenta mil pesos cuando
trabajaba como empleada doméstica en Barranquilla para que pudieras comprar
unos mejores pedales, creyó que ibas a desistir por tantos golpes. Hace dos
años, cuando ese taxi de Arcabuco se voló el pare y te elevó por los aires y
quedaste sumido en coma por cinco días, todos pensaron que sería el fin de tu
carrera. Algo parecido a lo que imaginaron los franceses, los alemanes, los
italianos que ahora, en el Tour de l’Avenir, te dieron patadas y codazos, hasta
que te vieron caer a la orilla del camino después de gritarte “fucking indian”.
Pero no por nada, ahora pienso yo después de conocer la historia, tú te
salvaste de eso que allá en tu pueblo llaman “tentado de muerto”. Eres un
elegido.
Belarmino Rojas, el dueño de la heladería de Arcabuco, también cree algo parecido. Como si fuera ayer, recuerda que el 4 de abril del 2005, dos días después de que tu papá se hubiera conseguido los $270.000 para comprarte la primera bicicleta de carreras, te enfrentaste con Juan Pistolas, el ciclista más temerario del pueblo y lo hiciste polvo en 32 kilómetros trazados en una ruta ida y vuelta que partió de la plaza central hasta el Alto de Sota. Ese triunfo tuyo aún es leyenda comentada en el pueblo, porque mientras Juan Pistolas llevaba zapatillas, uniforme de lycra, casco, guantes y la mejor bicicleta de por esos lados, tú apenas ibas cubierto con la camiseta roja que ya no aguantaba más remiendos de tu madre. Belarmino, que ganó cincuenta mil pesos apostando a favor tuyo, te regaló la plata para que compraras tu primer casco. Y tú, en compensación, desde ese día lo llamas padrino.
Ese
fue el comienzo de todo, Nairo. Así fue como tu nombre, que tu papá dice fue
una iluminación en la pila del bautizo, se fue haciendo mito entre las montañas
boyacenses. Así fue como los alcaldes de Cómbita y Arcabuco al fin te dieron el
patrocinio para que compraras una bicicleta decente. Así fue como llegaste a tu
primer club, Ediciones Mar, donde por primera vez te llamaron capo. De ahí
vienes, campeón, estos son los pedalazos que has dado. Gracias a ese sacrificio
al fin te dicen campeón, como tantas veces soñaste.
Gracias a ese esfuerzo, el Presidente se ha comprometido a buscar la manera de darles una casa a tus papás y construir un centro de alto rendimiento para los deportistas de tu tierra. Gracias a ti, este país atribulado por la guerra ha vuelto a recordar que del campo pueden brotar otras cosas que no sean confrontaciones. Y yo, en nombre de muchos, también quería agradecerte por todo eso. Y esa es otra de las razones por las cuales te escribo Nairo. No importa que a ti no te guste leer.
(*) Texto
publicado el sábado 18 de septiembre de 2010, ganador del Premio de Periodismo
Simón Bolívar.
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