Ante la protesta social el Gobierno Nacional militariza las ciudades y reprime toda protesta social. (Foto tomada de agendapu.blogspot.com). |
Ante el
vandalismo neoliberal: la lucha continúa
Así la
oligarquía bogotana pelaba el cobre, mientras millones los arropábamos con
nuestras voces. La lucha continúa. Las banderas de la justicia social flamean
en el corazón de una Colombia con justicia social. El “gran pacto nacional por el agro y el
desarrollo rural", anunciado en las últimas horas es demagógico y politiquero.
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Por Carlos
Victoria
Los
5 millones de desplazados que ruñen un hueso en las ciudades es la carátula con
la que el modelo de desarrollo presenta sus pretensiones: un campo sin
campesinos. Territorios vaciados de gente en manos de agro negociantes y especuladores con las riquezas del
subsuelo. La prosperidad democrática es un espejismo como los trozos de vidrio
que llevó Melquiades a Macondo.
Los perdedores de los TLC obligaron al gobierno
Santos a acudir al viejo
libreto de la bota militar para sofocar la violencia desatada por las políticas
neoliberales que surten la agenda de una modernización diseñada para hacer más
ricos a los ricos, destruyendo vidas y empleos. Entre tanto la vieja y nueva clase política se rasga las vestiduras, mientras sus
pechos se inflan de cobardía. No tienen escapatoria. Son los grandes derrotados
de la jornada. Por eso apelan a medidas de corte
dictatorial para ahogar en sangre
la indignación social.
Lo
ha dicho con toda claridad el premio nobel de economía, Joseph E. Stiglitz:
“La globalización perjudica a los de abajo (…) está contribuyendo, casi con
total seguridad, a nuestra creciente desigualdad (…) los cultivadores de maíz
más pobres de México han visto cómo disminuían sus ingresos a medida que el
maíz estadounidense subvencionado hacía bajar los precios en los mercados
mundiales” (El precio de la desigualdad, 2012)
El
paro agrario y popular es el despertar de un pueblo agobiado por la
especulación financiera, la corrupción y la voracidad de un puñado de
empresarios entronizados en los circuitos financieros del capital, capturando a
su favor las políticas públicas. Santos es el ventrículo de esta operación,
como ayer lo fue Uribe, y como lo han sido todos en el pasado. Orden y
exclusión debería ser la inscripción en nuestro escudo patrio.
Lo
mejor que le puede pasar a una democracia degradada, como la nuestra, es que se profundice la ola de
indignación, la cual se agita en 6
de cada 10 hogares colombianos. Los cacerolazos que esta semana escuchó el
mundo desde esa Colombia silenciada por el miedo es un síntoma en esa
dirección. Son las voces que resultan de los “daños colaterales” (Z. Bauman, 2011)
producto de las desigualdades en la era global. Por eso nuevos aires sacuden el
polvo de la bandera.
Mi
padre murió poniendo a secar al sol unos granos de café con la ilusión de
venderlos a un buen precio. Mi abuelo salió expulsado de su mejora cerca de La
Virginia mientras veía como en las haciendas celebraban a carcajadas el
ensanche de sus predios y su hegemonía en todo el territorio. Por eso esta
semana salí a recorrer las calles de Pereira. Eso le contesté a una periodista
al preguntarme por qué marchaba. Claro, hay más motivos.
Si
los campesinos salen derrotados en este lance sus días estarán contados, y el
de millones de colombianos también. Si por el contrario resultan airosos la
esperanza fertilizará los sueños de un país con oportunidades para ellos y los
demás sectores de la población arrasados por el libre mercado. Por fin muchos
colombianos han entendido que la pelea es peleando, porque como lo dijo C.
Tilly (2010): los
movimientos sociales afirman la soberanía popular en aras de producir profundos
cambios políticos.
Mientras
esto sucede la clase media muere bajo la ilusión de pensionarse, tener ingresos
dignos y vivir con decoro. Muchos de sus miembros sacaron tímidamente las
cacerolas, haciéndolas sonar en la oscuridad de sus balcones. Por fin fueron
ciudadanos. Esa noche durmieron tranquilos. Se sacaron un clavo.
Los
campesinos son el alma de la nación. No hay duda: los colombianos han expresado
su simpatía por sus justas peticiones, y eso es lo que le molesta al régimen.
Su sesgo anti-campesino llevó
al presidente de turno a desestimarlos: “El tal paro no agrario no existe”,
dijo. Así la oligarquía bogotana pelaba el cobre, mientras millones los
arropábamos con nuestras voces. La lucha continúa. Las banderas de la justicia social
flamean en el corazón de una Colombia con justicia social. El “gran pacto nacional por el agro
y el desarrollo rural", anunciado en las últimas horas es demagógico y politiquero.
31
de agosto de 2013
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