Casanare o la
tragedia del desarrollo
“Vivo en Paz de
Ariporo y hace unos días recorrí la zona afectada. Sin duda las empresas
petroleras son culpables, en ese sector hay compañías extrayendo petróleo. Fui
a otra zona de Paz de Ariporo, donde no hay incidencia de compañías petroleras,
y la naturaleza registra la normalidad del verano de todos los años”,
testimonia Hernando Humo.
Por Carlos Victoria
(*)
Las
imágenes de miles de animales muertos y otros moribundos atrapados en una
especie de paisaje lunar han conmovido a millones de colombianos, pero
principalmente a niños y niñas cuyas lágrimas se deslizan impotentes en busca
de una explicación al desastre. Por su parte, los agentes del mercado y la
burocracia del sistema ambiental responden, dejando intacta la relación entre
crecimiento económico y los riesgos ecológicos implícitos por el uso
del suelo como un simple recurso.
Este
caso seguramente se convertirá en emblemático para las ciencias ambientales
porque como ya lo han dicho varios expertos, pone de presente los estragos que
conlleva La gran transformación (Polanyi, 1940) a través de la
dicotomía entre mercado y naturaleza, y lo que ha significado en esa
perspectiva la incorporación del suelo y el subsuelo a los ciclos de
acumulación capitalista desde los tiempos de la Colonia, media la destrucción
de humedales para la ganadería extensiva, la minería y las economías de
plantación, hasta hoy.
¿No
es esta “la globalización descoordinada, descontrolada e impulsada por los
dividendos?” (Bauman, 2011), o más aún: la tragedia del desarrollo advertida
bellamente por Goethe en su Fausto, cuando el escritor
alemán, como subraya Berman (1998) anticipó que los grandes desarrollos
implicarían grandes costos humanos. Es justamente el desarrollismo, apartándose
por supuesto de la vida, el que socava las bases de cualquier posibilidad de
sustentabilidad, “acelerando la muerte entrópica del planeta” (Leff, 2010).
Las
comunidades del Casanare, como Unguía en el Chocó, Santa Marta, el Valle del
Cauca, Putumayo, Eje Cafetero, y tantas otras regiones del país, experimentan
hoy los impactos de un estilo de desarrollo divorciado de los factores que le otorgan
equilibrio a sus ecosistemas estratégicos. A cambio, proliferan los discursos
asociados a la crisis ambiental, la gestión del riesgo, la resiliencia, etc.,
como si no fuera suficiente el desplazamiento de seis millones de colombianos
por cuenta de una máquina asesina que construye las territorialidades proclives
a la liberalización violenta de la relación aciaga sociedad-naturaleza en un
país cada vez menos nuestro.
La
diatriba Estado-Nación en Colombia surgió, entre otras cosas, desde los
factores de degradación socio ambiental que agenció el extractivismo colonial y
posteriormente el desarrollo neocolonial de renglones de la economía vinculadas
a élites poderosas, como la ganadería extensiva, pero también al banano, la
caña de azúcar y ahora la palma africana, lo que implicó la deforestación, el
desplazamiento y destrucción de la memoria biocultural. “La conquista de las
tierras bajas por parte de los terratenientes” (Van Ausdal, 2008) ha
configurado en este contexto una historia ambiental articulada a la historia
empresarial y política cuya historicidad se plasma en las imágenes que vienen
desde el Casanare.
Que
las multinacionales del sector minero-energético, Fedegan y el propio Gobierno
nieguen su responsabilidad en este y otros tantos casos borrados por
el olvido no es nuevo y gratuito. Hace parte del repertorio hegemónico
vinculado a la civilización del capitalismo, como lo definió
Schumpeter (1942) para quien este es un método de transformación económica
basado en la innovación o lo que es lo mismo: la destrucción creativa. La misma
que puede desmoronar sus propios muros como lo estamos presenciando en su
faceta neoliberal, bajo el deseo del desarrollo sostenible.
Las
ciencias ambientales, cooptadas por el desarrollismo neoliberal, deben abandonar
el sótano de una supuesta neutralidad que solo oculta un debate sobre su papel
tanto en la legitimación epistemológica de la crisis, como en su deber ser
ético frente a la ciudadanía. Las ciencias ambientales, como sugiere Leff, no
pueden seguir actuando a imagen y semejanza de los responsables de los
“crímenes humanos y los desastres naturales”. El debate está abierto.
“Vivo
en Paz de Ariporo y hace unos días recorrí la zona afectada, sin duda las
empresas petroleras son culpables, en ese sector hay compañías extrayendo
petróleo, fui a otra zona de Paz de Ariporo, donde no hay incidencia de
compañías petroleras y la naturaleza registra la normalidad del verano de todos
los años”, me dice Hernando Humo, seguidor de este Blog.
Pereira,
30 de marzo de 2014
(*) Periodista,
historiador, experto en asuntos del medio ambiente, docente universitario.
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