Los enanos morales
Por Juan Carlos Lozano (*)
Parte
de los grandes desafíos que plantea el complejo período de postguerra en
Colombia, estriba en que debemos hacer este tránsito con la misma clase
política que nos ha gobernado durante 200 años de vida republicana. En uno de
los recientes regalos que recibí de mi esposa por motivo de haber alcanzado otra
vuelta al calendario, se encuentra un bello libro titulado El factor humano del
autor inglés John Carlin.
Dicho
texto aborda la Sudáfrica de Mandela en tiempos donde soplaban aires de guerra
civil. Leer sobre la figura de Mandela es como estar en un oasis en medio del
desierto vengativo y guerrista al que quieren someternos algunos. Por
desgracia, en nuestro país como en la Sudáfrica de Mandela, existen quienes se
oponen al silencio de los fúsiles y al uso del debate como herramienta
política. Estamos asediados de un propósito de venganza personal enmascarado en
razones que después de leer entre líneas, se logra separar la venganza de la
justicia.
Nuestros
opositores se frotan las manos ante la posibilidad de ver fracasar cualquier
asomo de postguerra. Lo condenable, además, de la desconexión con la ética,
tiene que ver precisamente con aquellos que han patrocinado la guerra y sus
efectos: muerte, víctimas, desplazamientos, pobreza, exclusión, entre otros, y
hoy se presenten reclamando justicia y encarnando la moral del país. Aquellos
que estando al mando del Estado, recurrieron a reformas constitucionales cuyo
único beneficiado era su patrocinador, quien a la fecha acumula investigaciones
en un número considerable, sea precisamente el sujeto político más perseguido
por los medios masivos de información quienes comunican hasta los suspiros
emitidos por el personaje. Esto último resulta llamativo, pues en nuestro país
gobierna la derecha y la oposición la hace la extrema derecha.
Nuestra
clase política, aquella que cambia de partido político como cambiar de
pantalón, esa misma que pedía examen médico para el Vicepresidente de la
República de la época y que hoy lo apoya en su aspiración política de retornar
al poder, esa misma clase política apoya a quien a pesar de las deficiencias
físicas producto de una isquemia cerebral y quien pregona la exótica tesis que
un mandatario es una especie de cabeza pensante que no requiere del cuerpo para
gobernar. Esa misma clase política que apoya aquellos que hacen cursos de fin
de semana en el exterior y posan de expertos entre sus coterráneos, o que tal
los llamados independientes que terminan gracias a los dictámenes de las
encuestas, haciendo pactos con el diablo si es necesario para
hacerse con el poder. Esa, precisamente esa clase política que se apodera de
los recursos del Estado, que gasta a mano llena en campañas políticas, aquella
que cada cuatro años promete solucionar los mismos problemas que sus
antecesores, tiene la pesada responsabilidad de dar el giro a un país que
convive con el conflicto armado interno a un país que conviva con el conflicto
político en democracia.
Ante la real
posibilidad de dar vuelta a la página de guerra, nuestra clase dirigente le ha
faltado grandeza. Presos del odio por motivos personales, enmascaran sus
pretensiones en peticiones que hacen inviable cualquier tipo de negociación,
llegando al límite de mentir porque saben que de las mentiras algo queda. De
fondo, terminar la guerra es sepultar un discurso que en materia política ha dado
muchos éxitos electores, de paso, se jubila al jefe de debate de muchos
guerristas de sofá: las Farc. Somos pues en buena forma, una nación que siente
afecto hacía los discursos de mano dura, donde es mejor la cárcel que la
educación.
La Sudáfrica de
Mandela es un ejemplo de la grandeza de una clase dirigente. Mandela entendió
que pese a la mayoría blanca el problema no eran los blancos, por el contrario,
se centró en buscar acercarse al enemigo. La rendición del enemigo por bajas no
haría perder el valioso episodio de un fin de la guerra donde prime la razón,
donde la posibilidad de entendernos con el otro sea posible, además, de poder
alcanzar en la práctica un arreglo parcial que cese el baño de sangre, donde
podamos decir que hemos ubicado la manera de sumar al otro en lugar de
excluirlo, donde el espectro político se ensanche y perdamos el miedo a otras
propuestas, donde la muerte no sea el pago para el que piensa distinto.
La democracia no
es una pócima mágica que a manera de antibiótico sane el cuerpo del Estado.
Estamos acostumbrados a ponernos de lado del superior moral donde están los
buenos, sin embargo, no estamos en capacidad de entender los reclamos del otro,
del distinto, del que clama por un espacio político donde plantear su idea de
país. Siempre será mejor que aquellos que desean dar un giro a la realidad
terminen perseguidos por aquellos que viven del statu quo cuando en democracia
se supone, se ventilan las propuestas en la esfera pública para que sea el
ciudadano quien escoja y no los numerosos expertos que saben que es lo mejor
para Colombia.
Para
cerrar, admito que durante la lectura del texto de Carlin por momentos
imaginaba a Álvaro Uribe Vélez preso 27 años como Mandela y retornando para
gobernar ¿Qué tal?
(*) Abogado caleño, magister
en filosofía de la Universidad del Valle.
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