Parte de los académicos y dirigentes políticos y sociales que marchaban hacia Patio Cemento, en el momento de ver interrumpido su desplazamiento. (Foto: www.pacocol.org). |
Los tales paramilitares si existen
Por Luis Carlos
Domínguez (*)
El pasado 15 de febrero se conmemoraron cincuenta años de la caída
en combate del sacerdote, sociólogo, humanista y dirigente revolucionario
Camilo Torres Restrepo. Como al cabo de ese tiempo ya la historia profirió su
inapelable fallo sobre el personaje señalando la forma en que él quedó
entronizado en el corazón y la memoria de los colombianos como uno de sus
grandes líderes, no es el caso de venir, a estas alturas y en una simple
reseña, a reivindicar su vida y obra. Sí y muy enfáticamente, es el caso de
denunciar cómo a propósito de esa conmemoración, ellas fueron
denigradas por las autoridades gubernamentales en vergonzosa alianza con los
sectores más criminales y descompuestos del Establecimiento a los que
esas autoridades dicen repudiar.
Todo se dio alrededor y con ocasión de la peregrinación que más de
mil personas de numerosas organizaciones representativas de la sociedad civil,
provenientes de varias ciudades del país, emprendieron el domingo catorce de
febrero desde Barrancabermeja hasta el sitio Patio Cemento, en el
municipio El Carmen de Chucurí, donde se pretendía, con una eucaristía,
celebrar la vida del padre Camilo al tiempo que hacer votos por el inicio de
diálogos de paz con el grupo insurgente bajo cuyas banderas ofrendó su vida.
Sobra decir, marcha pacífica como la que más, notificada al Ministro del
Interior, con presencia de autoridades públicas de distinto orden, en el marco
claro del ejercicio de derechos constitucionales de locomoción, movilización y
reunión. Y no es detalle baladí resaltar que se transitaría por una vía abierta
al público y que la concentración final sería en un espacio privado.
La noche del sábado 13 de febrero hubo un concierto en
Barrancabermeja en el parque Camilo Torres, el cual trató de ser saboteado por
un grupo de aproximadamente cincuenta sujetos que, con el insólito pretexto de
celebrar un triunfo del América de Cali, se instalaron en la esquina del parque
a causar ruido ensordecedor de bombos y platillos. Al preguntarle a unos
barranqueños cómo era posible que cincuenta se atrevieran a provocar a
más de mil personas, la respuesta fue tan inmediata como contundente: “Los paracos
saben que aquí no estamos armados, y ellos sí lo están. Además, cuentan con la
protección de las autoridades. O si no, ¿por qué cree que se atreven a eso
estando el parque autorizado para el concierto?”
El domingo 14 de febrero, a las siete de la mañana, partió la
caravana de alrededor de veinte buses hacia El Carmen de Chucurí.
Avanzada ya la marcha y cuando transitaba por una vía secundaria destapada, las
noticias que circulaban por las redes sociales comenzaron a tensionar el
ambiente con la información de que los paramilitares se habían hecho fuertes en
el casco urbano del municipio, y que no permitirían el paso de los buses. No
parecía, sin embargo, creíble lo que circulaba, ya que todo transcurría
fluidamente, sin incidente alguno y había presencia policial y militar a lo
largo de la vía. Al llegar al corregimiento de Yarima, sin embargo, se tuvo la
primera notificación de que en efecto algún problema podía haber. Un pasacalle
notificaba a los viajantes de que allí “sí no idolatramos terroristas”. No obstante, lo grande de la caravana, la
presencia cada vez más notoria de Ejército y Policía, la notificación hecha al
alto Gobierno y el seguimiento por los medios de comunicación hacían
previsible que no hubiera un grupo con la fuerza suficiente para impedir
la culminación de la peregrinación.
A medida que la caravana se iba acercando a la cabecera
municipal de El Carmen, árboles derribados --sin ninguna consciencia ecológica
además-- sobre la vía daban noticia de que en efecto los
paramilitares eran hostiles a la pacífica marcha y estaban dispuestos a ir a
las vías de hecho para impedirla. Nos parecía, sin embargo, que esos árboles no
eran más que su constancia de repudio, pero que no podrían pasar a más.
Además, el obstáculo se superaba al cabo de unos minutos, porque había mano de
obra suficiente para retirarlos. Paradójicamente, los que más ayudaban a
despejar el camino eran los policías apostados en lo largo de él al mando del
solícito coronel Gustavo Franco, del Comando del Magdalena Medio. Ya veremos
por qué aquello de la paradoja.
Ya en la parte final del trayecto, cuando nos acercábamos al
Carmen de Chucurí, el coronel Franco le notificó a los organizadores de la
peregrinación que no era posible continuar en los buses, que se debía seguir a
pie, ya que había peligro de que los atacaran (¿?). Con exceso de ingenuidad,
se aceptó la ilógica “petición”, que en realidad lo que disfrazaba era que la Fuerza
Pública hacía causa con los paramilitares para que la peregrinación no arribara
a Patio Cemento. ¿Si no se podía llegar en los buses, por qué sí se habría de
poder llegar a pie? De todos modos, al cabo de caminar un par de kilómetros con
la compañía “protectora” del coronel, se llegó a un punto donde la marcha frenó
en seco: una apretada barrera de la tenebrosa Policía Antimotines --Esmad--
bloqueaba la vía. El coronel Franco la había instalado, confluyendo en una
misma persona la táctica aquella de los interrogatorios policiales: un policía
“malo” que tortura, y luego otro “bueno” que entra y ofrece ayuda al torturado.
Aquí el malo y el bueno fueron uno solo. El Dr. Jekyll retiraba los árboles de la vía
para que pasaran los buses, y Mr. Hyde montaba al temible Esmad para, si
pretendían pasar, se las vieran con ellos.
Se hacía entonces ya evidente que la Policía y el Ejército
apoyaban la concentración convocada y presionada por el paramilitarismo
en uno de sus reivindicados santuarios históricos --el principal, Puerto
Boyacá, “capital antisubversiva de Colombia” que ya sabemos en qué paró--, y
desde hacía ocho días tenían dispuesto el dispositivo
cívico-militar-paramilitar para impedir el homenaje ciudadano al padre Camilo
en los cincuenta años de su muerte. Se trataba de evitar un
enfrentamiento violento, balbuceó el coronel ya quitada la máscara. Sólo que
para ello no utilizó como era su deber y razón de ser de la
Policía --mantener las condiciones necesarias para el ejercicio de los
derechos y libertades públicas, según el artículo 218 de la Constitución
Política de Colombia-- la fuerza a su disposición para neutralizar a los
agresores que pretendían coartar el ejercicio de esos derechos, sino que la usó
contra los que iban a ser agredidos, aquellos que encarnaban ese
ejercicio constitucional. Y la usó sin reato, enfrentándole a la pacífica
-además de pacifista- marcha un personal armado cuyo fuero es el uso
indiscriminado de la violencia. ¿Que no hubo violencia efectiva? Claro que no
la hubo porque la marcha resignó el propósito de llegar a Patio Cemento.
Conducta esa del coronel Franco, que además de desconocer principios
constitucionales, comportó grosera vulneración de los derechos
consagrados en los artículos 24 – circular libremente por el territorio
nacional-, 28 -toda persona es libre, nadie puede ser molestado en su persona
sino en virtud de mandamiento escrito de autoridad judicial- y 37 de la Carta
–toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y
pasivamente-, amén del ya citado sobre el fin y razón de ser de la
policía. Sin mencionar para no meternos en honduras, el en la práctica y en el
debate público derogado artículo 3º que consagra la soberanía popular.
En un verdadero estado de derecho, una conducta de ese
talante habría implicado la inmediata destitución del oficial responsable. Pero
no. Él sabía bien que apenas estaba haciendo operativas decisiones del
poder. No en balde, minuto a minuto seguía por teléfono las instrucciones
del director nacional, Rodolfo Palomino, defenestrado a los tres días en medio
de un escándalo de corrupción policial sin precedentes.
Conclusiones
Lo acabado de relatar impone las siguientes conclusiones de la
mayor gravedad en el orden institucional, como que revelan la pervivencia de un
endémico estado de cosas inconstitucional en lo referente al
ejercicio de derechos y libertades públicas. Ello, agudizado por la
connivencia estatal con grupos criminales:
1º. Esta fuera de discusión,
por ser un dato de la historia, que el Carmen de Chucurí , fue uno de esos
municipios “liberados” –es su terminología- de la guerrilla por las hordas
paramilitares armadas, dirigidas y encubiertas por las tropas de la V. Brigada
del Ejército con sede en Bucaramanga, en especial del Batallón Luciano
D’elhuyar de San Vicente de Chucurí. Ello, hace treinta años, cuando el inspector
de Policía de la vereda San Juan Bosco La Verde, Isidro Carreño, se hizo
celebérrimo a nivel nacional por ser al mismo tiempo el comandante del grupo
paramilitar Los Masetos. “Liberación” hecha a costa de masacres, asesinato de
cientos de líderes campesinos y el desplazamiento con el consiguiente despojo
de tierras de quienes no compartían la estrategia.
2º. Una vez
ocurrida la desmovilización paramilitar con la Ley 975 de 2005, terminando así
la parte cruenta de la ocupación militar y paramilitar de la región, se pasó a
la incruenta: el mantenimiento del orden impuesto con control del territorio, Gobierno
e instituciones, amén de conservar las tierras y explotaciones agropecuarias de
buena o mala manera habidas. Esto, con el obvio apoyo del Ejército que desde
hace mucho copa el municipio.
3º. La conmemoración de la
vida del padre Camilo Torres a los cincuenta años de su muerte, es un acto que
desde ningún ángulo de donde se lo mire puede encontrar reparo en la
institucionalidad. Este es otro dato fuera de discusión para juzgar lo
ocurrido. Sólo desde la mentalidad paramilitar, y es pertinente aclararlo, ni
siquiera desde la que de labios para afuera expresan sus cabecillas
acogidos a la Ley 975 que dicen rechazar sus métodos y piden perdón por
sus crímenes, sino desde la mentalidad de quienes “pasando de
agache” en el proceso de “Justicia y Paz” reivindican la legitimidad
pasada y presente de esa forma de contrainsurgencia. Fue de este
paramilitarismo camuflado en la civilidad de donde provino el ataque a la
caravana presentándola como una acción “militar” del ELN.
4º. Y cuando lo anterior,
siendo grave no parecía ameritar importancia por cuanto suponiéndose que las
bandas paramilitares habían desaparecido en su estructura militar y control
efectivo de territorio, por lo cual la amenaza no pasaría de ser una
bravuconada sin posibilidad de ser efectiva, vino lo insólito: no sólo existían
con capacidad militar, poder político y control social sobre el municipio de El
Carmen de Chucurí, sino que ese poder descansaba en la Fuerza Pública –Ejército
y Policía- con fuerte presencia en la zona.
Entonces las amenazas paramilitares tenían todas las posibilidades
de éxito: eran el Ejército y la Policía los que no permitirían que se rindiera
un homenaje a un humanista reconocido universalmente, “terrorista” para
ellos. Así, el Ejército en la persona del coronel Murillo, comandante del
batallón Luciano D’elhuyar, y la Policía, en la del vocero del coronel Gustavo
Franco, con el alcalde municipal y los reconocidos cabecillas paramilitares
Nelson Horacio Álvarez –concejal-- y Ernesto Cristancho alias Braulio --ex “masetos”--
realizaron un consejo de seguridad en El Carmen, cuyo tema fue cómo hacer
efectiva su decisión de, con permiso civil o sin él, impedir el homenaje
a Camilo Torres. Y para ello, Murillo instó a los cabecillas paramilitares hoy
doblados en líderes políticos, a sacar a la población a manifestarse con el
bloqueo de la vía el domingo 14. Cosa fácil considerando que los paramilitares
tienen su base social allí, como que los opositores fueron muertos o
desterrados, además de ellos también tener familia. Y si hubiere duda del
talante de los lideres “políticos” del municipio, baste con señalar que el
mencionado Ernesto Cristancho es hermano del sanguinario ‘Camilo Morantes’ que
asoló el Magdalena Medio santandereano y cuyos crímenes fueron tan espantables,
que su mentor Carlos Castaño envió desde el Nudo de Paramillo gatilleros con
el mandato de eliminarlo.
5º. Lo más indignante de lo ocurrido, además de inadmisible desde
el punto de vista institucional, es que el poder civil mostró su cobarde
sometimiento al estamento militar. Y como tanto en asuntos de orden público que
en todo caso están bajo la potestad de la autoridad civil, como en otros --tal
el que nos ocupa--, donde el poder castrense no tiene una sola palabra qué
decir ya que él no es deliberante, no rige la normativa
constitucional, ni la legal, muchísimo menos la voz de la autoridad civil en
ejercicio de sus competencias. En todos esos campos, que cada vez son más, la
vigencia constitucional termina arbitrada por la arbitrariedad militar, valga
la expresión. Con el inaceptable agravante en el caso de la marcha a Patio
Cemento, de que ese arbitramento fue hecho en función de los intereses de un
grupo al que hoy sus mismos poderosos mentores de antaño califican de
terrorista.
Y es que no puede menos que causar indignación la pusilanimidad
del mediocre ministro del Interior, Juan Fernando Cristo. Una vez notificado de
la movilización, no dijo nada de desautorizarla. Sabía que no tenía una razón
legal para ello y, al contrario, todas para autorizarla. Pero sabiendo del veto
militar, a pesar de ser un tema de su absoluta competencia, no se atrevió a
hacer valer su autoridad. Sólo atinó a decir a los organizadores que no
les garantizaba su cometido. No sentía tener mando --¡el ministro del Interior!--
sobre la Policía para ordenarle que impidiera el bloqueo de la carretera y
garantizara el libre tránsito, que en últimas era de lo que se trataba.
El mismo ministro que, envalentonado, sí considera tenerlo cuando se trata
de campesinos que protestan por algún abuso oficial.
¡Vaya estado de derecho!
(*) Jurista, defensor de
derechos humanos.
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