Un diputado brasileño dedica su voto a favor del ‘impeachment’ al general que torturó a Dilma Rousseff. Cinismo total. (Foto: lavanguardia.com). |
Una pandilla de bandidos tomó
por asalto la Presidencia de Brasil
por asalto la Presidencia de Brasil
Grave retroceso para
toda América Latina, que se suma al ya experimentado en la Argentina y que
obliga a repensar que fue lo que ocurrió, o preguntarnos, en línea con el
célebre consejo de Simón Rodríguez, dónde fue que erramos.
Por Atilio Boron (*)
Una pandilla de bandidos tomó por asalto la presidencia de
Brasil. La integran tres actores principales: por un lado, un elevado número de
parlamentarios (recordar que sobre unas dos terceras partes de ellos pesan
gravísimas acusaciones de corrupción) la mayoría de los cuales llegó al
Congreso producto de una absurda legislación electoral que permite que un
candidato que obtenga apenas unos pocos centenares de votos acceda a una banca
gracias a la perversa magia del “cociente electoral”.
Tales eminentes naderías pudieron destituir provisoriamente a quien llegara al Palacio del Planalto con el aval de 54 millones de votos. Segundo, un poder judicial igualmente sospechado por su connivencia con la corruptela generalizada del sistema político y repudiado por amplias franjas de la población del Brasil. Pero es un poder del Estado herméticamente sellado a cualquier clase de contraloría democrática o popular, profundamente oligárquico en su cosmovisión y visceralmente opuesto a cualquier alternativa política que se proponga construir un país más justo e igualitario.
Para colmo, al igual que los legisladores, esos jueces y fiscales
han venido siendo entrenados a lo largo de casi dos décadas por sus pares
estadounidenses en cursos supuestamente técnicos pero que, como es bien sabido,
tienen invariablemente un trasfondo político que no requiere de mucho esfuerzo
para imaginar sus contornos ideológicos.
El tercer protagonista de esta gigantesca estafa a la
soberanía popular son los principales medios de comunicación del Brasil, cuya
vocación golpista y ethos profundamente reaccionario son ampliamente conocidos
porque han militado desde siempre en contra de cualquier proyecto de cambio
en uno de los países más injustos del planeta.
Al separar a Dilma Rousseff de su cargo (por un plazo máximo
de 180 días en el cual el Senado deberá decidir por una mayoría de dos tercios
si la acusación en contra de la Presidenta se ratifica o no) el interinato
presidencial recayó sobre un oscuro y mediocre político, un ex aliado del PT
convertido en un conspicuo conspirador y, finalmente, infame traidor: Michel
Temer.
Desgraciadamente, todo hace suponer que en poco tiempo más el
Senado convertirá la suspensión temporal en destitución definitiva de la Presidenta
porque en la votación que la apartó de su cargo los conspiradores obtuvieron 55
votos, uno más de los exigidos para destituirla.
Y eso será así pese a que, como Dilma lo reconociera al ser
notificada de la decisión senatorial, pudo haber cometido errores, pero jamás
crímenes. Su límpido historial en esa materia resplandece cuando se lo
contrasta con los prontuarios delictivos de sus censores, torvos personajes
prefigurados en la Ópera del Malandro de Chico Buarque cuando se burlaba del
“malandro oficial, el candidato a malandro federal, y el malandro con contrato,
con corbata y capital”. Ese
malandraje hoy gobierna Brasil.
La confabulación de la derecha brasileña contó con el apoyo
de Washington -¡imaginen como habría reaccionado la Casa Blanca si algo
semejante se hubiera tramado en contra de alguno de sus peones en la
región! En su momento Barack Obama envió como embajadora en Brasil a
Liliana Ayalde, una
experta en promover “golpes blandos” porque antes de asumir su cargo en
Brasilia, en el cual se sigue desempeñando, seguramente que de pura casualidad
había sido embajadora
en Paraguay, en vísperas del derrocamiento “institucional” de Fernando Lugo.
Pero el imperio no es omnipotente, y para viabilizar la
conspiración reaccionaria en Brasil suscitó la complicidad de varios gobiernos
de la región, como el argentino, que definió el ataque que sus amigos
brasileños estaban perpetrando en contra de la democracia como un rutinario
ejercicio parlamentario y nada más.
En suma, lo ocurrido en Brasil es un durísimo ataque
encaminado no sólo a destituir a Dilma sino también a derrocar a un partido, el
PT, que no pudo ser derrotado en las urnas, y a abrir las puertas para un procesamiento del ex presidente
Lula da Silva que impida su postulación en la próxima
elección presidencial.
En otros términos, el mensaje que los “malandros” enviaron al
pueblo brasileño fue rotundo: ¡no se les vuelva a ocurrir votar al PT o a una
fuerza política como el PT!, porque aunque ustedes prevalezcan en las urnas nosotros lo hacemos en el
congreso, la judicatura y en los medios, y nuestro poderío combinado puede mucho más que sus
millones de votos.
Grave retroceso para toda América Latina, que se suma al ya
experimentado en la Argentina y que obliga a repensar que fue lo que ocurrió, o
preguntarnos, en línea con el célebre consejo de Simón Rodríguez, dónde fue que
erramos y por qué no inventamos, o inventamos mal. En tiempos oscuros como los
que estamos viviendo: guerra frontal contra el gobierno bolivariano en
Venezuela, insidiosas campañas de prensa en contra de Evo y Correa, retroceso
político en Argentina, conspiración fraudulenta en el Brasil, en tiempos como
esos, decíamos, lo peor
que podría ocurrir sería que rehusáramos a realizar una profunda autocrítica
que impidiera recaer en los mismos desaciertos.
En el caso del Brasil uno de ellos, tal vez el más grave, fue
la desmovilización del PT y la desarticulación del movimiento popular que
comenzó en los primeros tramos del gobierno de Lula y que, años después,
dejaría a Dilma indefensa ante el ataque del malandraje político.
El otro, íntimamente vinculado al anterior, fue creer que se podía cambiar
Brasil sólo desde los despachos oficiales y sin el respaldo activo,
consciente y organizado del campo popular. Si las tentativas golpistas
ensayadas en Venezuela (2002), Bolivia (2008) y Ecuador (2010) fueron repelidas
fue porque en esos países no se cayó en la ilusión institucionalista que, desgraciadamente, se
apoderó del gobierno y del PT desde sus primeros años.
Tercer error: haber desalentado el debate y la crítica al
interior del partido y del gobierno, apañando en cambio un consignismo
facilista que obstruía la visión de los desaciertos e impedía corregirlos
antes de que, como se comprobó ahora, el daño fuera irreparable.
Por algo Maquiavelo decía que uno de los peores enemigos de
la estabilidad de los gobernantes era el nefasto rol de sus consejeros y
asesores, siempre dispuestos a adularlos y, por eso mismo, absolutamente
incapacitados para alertar de los peligros y acechanzas que aguardaban a lo
largo del camino. Ojalá que los traumáticos eventos que se
produjeron en Brasil en estos días nos sirvan para aprender estas lecciones.
(*)
Economista y periodista argentino, ex director de Clacso.
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