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viernes, 31 de enero de 2014

CRÓNICA. Óscar Muñoz, uno de los históricos del Deportivo Cali

En la foto tres jugadores históricos del conjunto verdiblanco, de izquierda a derecha Miguel Escobar, Norman ´El Barby´ Ortíz y Oscar ´El Moño´ Muñoz, con el autor de esta crónica. (Foto: Andrés Felipe Carmona).


 ‘El Moño’, una vida de noventa minutos

“Tengo una pensión del Seguro Social que logré gracias a los aportes con la Sarmiento Lora. La otra, la del Deportivo Cali, la estoy peleando con abogado porque no nos reconocen a Miguel Escobar, Freddy Valverde, Ángel María Torres, Ever Barona, Henry ‘La Mosca’ Caicedo, Pecoso Castro y otros exjugadores, nuestro tiempo laborado”.

Por Andrés Felipe Carmona Barrero (*)
Ella estaba ahí, mirando infinitamente hacia arriba en posición de línea recta, entre cuatro velones y un jardín de flores multicolores que llevaban cintillas violeta con su nombre. Un llanto unísono invadía el lugar. Ahora solo la podía acariciar a través del pequeño cristal, jugar a besar su rostro. Un infarto, veloz como un trueno, puntiagudo como un puñal, dejó tendida en la cama a mi madre el 11 de diciembre de 1967.

Como si hubiera presentido la muerte, cuarenta días atrás le había dedicado el primer título que obtuve con el Deportivo Cali, el 19 de noviembre de 1967, al empatar con el Junior, cero a cero, tres fechas antes de finalizar el torneo. Ahora, los primeros ‘picaditos’ que jugaba en Los Alcázares, San Cristóbal, Coco Arriba, Coco Abajo, y hasta en el propio Atanasio Girardot, se vienen a mi cabeza. También la persecución a los globos de papel que surcaban los cielos del barrio en época navideña y las caminatas con mi perro Nerón, un criollo de hocico corto.


Nací en Medellín, Antioquia, el jueves 20 de mayo de 1948. En mis primeros años de vida pateaba el balón contra las paredes. Cuando las ensuciaba, me pinchaban el balón. ‘Desinflaban’ mis sueños. A los ocho años, ya pateaba el balón de caucho en los torneos interbarriales que se organizaban en Coco Arriba, como se le conoce a la parte alta del barrio Santa Rosa de Lima.

Todos éramos muy talentosos. Sin embargo, el equipo que más sobresalía era el de Francisco ‘Pacho’ Maturana, quien se desempeñaba como defensor. Su mayor virtud no era el meleo o la técnica con el balón, sino los quites deslizantes en forma de tijera. Sin saberlo, años más adelante, Maturana dirigió la Selección Colombia en la Copa América de 1987, 1989, 2001, 2003 y, también el Mundial de Italia 90, donde Fredy Rincón, el 19 de junio de ese año, al último minuto, le empató al seleccionado alemán y nos clasificó a los octavos de final del Campeonato Mundial.

En la cancha, la batalla era aguerrida. Pacho no dejaba espacios de juego. Hombro a hombro se enfrentaban los mejores pelaos de Coco Abajo, donde se crió Maturana, contra los de Coco Arriba, nosotros. En ocasiones nos enfrentábamos cinco contra cinco o cuatro contra cuatro. El saldo, al final de los partidos, era la planta de los pies tasajeadas, porcionadas. Otros equipos buenos eran los de las familias Hoyos, Pulgarín, López, Pérez, Ortiz, Meza y Gallego.

En la formación del once inicial, no tenía una posición definida, unas veces jugaba de defensa, otras de volante, y en algunas ocasiones me tomaba el área del punto penal para comandar la artillería. En estos primeros partidos, me acompañaban algunos primos por parte de mamá, los Monsalve, quienes más adelante se destacarían en el fútbol colombiano.


Sin embargo, tiempo después dejé los picados del barrio para conseguir el sueño de mi vida: ser futbolista. Me inicié en Sulfacios, categorías inferiores del Atlético Nacional, donde estuve por un periodo de dos años.

Todos los martes y jueves en la tarde salía a entrenar junto con mis primos. Era media hora de caminata hacia el Estadio Atanasio Girardot. Almorzábamos en las canchas de fútbol. Mi madre empacaba frisoles con chicharrón para doce personas, incluido el Pícaro, quien hacía las veces de director técnico durante mi paso por Sulfacios.

Para llegar a las canchas nosotros nos íbamos bordeando una quebrada que iba al río Medellín, el cual tiempo más tarde canalizaron. Luego seguíamos hasta el velódromo Martín Emilio ´Cochise´ Rodríguez, donde girábamos a la izquierda para llegar al estadio. El camino era de tres kilómetros de zona verde y fincas de las familias más prestigiosas de Antioquia.

El diálogo que amenizaba nuestras caminatas era el balance de las pilatunas que hacíamos de pelaos en el barrio. Una de esas travesuras, y de la que más me acuerdo, es la de robar mangos en la finca La Quinta, en San Cristóbal. Hoy en día por esta zona pasa el Metrocable de la ciudad.

Todas las mañanas salíamos con bolsas plásticas a treparnos a los árboles de mango de esa finca. Yo me subía a la copa del árbol y empezaba a moverlo para que cayeran a las bolsas que mis primos sostenían abajo. Otro, alertaba una posible incursión del mayordomo de La Quinta. En varias ocasiones nos hicieron disparos. Sin embargo, siempre salíamos ilesos con nuestro botín. En cada robo podíamos sacar medio costalado para venderlos con limón y sal a las afueras del estadio. No recuerdo el costo de cada mango pero era suficiente para tener unos pesos en los entrenos.

Mi madre, en muchas ocasiones, se separó de Carlos Muñoz, mi padre, por ser mujeriego. Siempre, en esos momentos, estuve al lado de mi mamá y, por eso, me tocó que dejar de un lado el entreno y trabajar en albañilería y mecánica para llevar ingresos a la casa.

Pese a las limitaciones económicas que tuvimos en mi casa de Robledo, en la comuna 7 de Medellín, logré estudiar hasta cuarto de bachillerato. Primaria la hice en la Escuela Jorge Ortiz Rodríguez, en Medellín. Tiempo después, hice de sexto a noveno en San Simón, un colegio de Ibagué, Tolima, donde me tocó que irme por labores de mi padre. No era buen estudiante, quería estar siempre pateando ‘la pecosa’, por eso perdí un año en primaria.

Después de mi paso por las categorías inferiores del equipo ‘Verdolaga’, incluyendo prejuvenil y juvenil, en 1963 me ofrecieron jugar para la Selección de Antioquia, donde jugaban mis primos. Sin embargo, no pude tocar la pelota para el seleccionado de mi departamento porque tuvimos que trasladarnos a Ibagué por cuestiones de trabajo de mi padre. El era comerciante, de esos paisas que hablaba más que secuestrado recién liberado y vendía hasta una loca preñada. Yo le decía que él era el ‘médico asesino’ porque sabía fórmulas químicas de medicamentos y aplicaba inyecciones en el pueblo.

Una vez llegamos a Ibagué, mi padre nos llevó a una casa que había alquilado al lado de la Terminal de Transportes. La casa era pequeña, tenía tres cuartos y un baño, lo necesario para nuestro hospedaje.

Después de estar acomodados en la capital tolimense, pasaron varios meses para que iniciara mi carrera futbolística. Un día, Álvaro Giraldo y Arturo Giraldo, dueños del Deportivo Édgar, una escuela de fútbol, me dijeron que si quería hacer parte del plantel. Yo respondí que sí. Todos los días entrenaba. El trabajo de fundamentación se hacía con solo dos balones, por lo que en muchas ocasiones era un problema porque cada que un compañero pateaba muy fuerte, el balón se iba para el barrio Gaitán, dos cuadras abajo de la cancha. La actividad se paraba por unos minutos.

Ahí estuve unos meses hasta que directivas del Deportes Tolima me vieron jugar y los convencí. Me llamaron para entrenar todos los días con la Selección Tolima en la Institución Educativa San Simón, donde estudié hasta noveno de bachillerato. Luego entrenamos en el Estadio General Rojas Pinilla, hoy en día con el nombre de Manuel Murillo Toro. De nuevo, el único medio de transporte para llegar al entreno eran mis pies.

Mi paso por la Selección Tolima fue bueno porque participé en varios juegos nacionales, donde en varias ocasiones salimos campeones. Por mi condición técnica y manejo con el balón pasé al Deportes Tolima en 1965. Aquí empezaron a cambiar las cosas para mí.

Desde mi llegada al club, por tener abundante cabello en la parte delantera de mi cabeza, mis compañeros de equipo me pusieron Óscar ‘El Moño’ Muñoz. Yo tenía la casaca número ocho y mi posición era volante.

Mi primer salario fue de 400 pesos mensuales. La tercera parte la enviaba a mi casa y con el resto íbamos a comer fritanga en las noches, a las afueras del Teatro Avenida, con algunos compañeros del colegio. Cuando no había plata nos quedábamos jugando en la calle hasta tarde de la noche.

En un comienzo, la campaña no fue buena con ‘Los Pijaos’. En ese entonces quedamos en la posición once de la tabla. Hicimos 39 puntos, marcamos 53 goles y recibimos 89. El técnico era el argentino Lorenzo Nelli.

El equipo era bueno, teníamos a Marcos Coll, el único jugador en hacer un gol olímpico en los mundiales, en Chile, en el año de 1962. Era un tipo serio y muy respetuoso. Sin embargo, como el club tenía poca trayectoria desde su fundación en 1945, este solo había sido protagonista con el subcampeonato de 1957 contra el Medellín, en el torneo nacional.

Sin saber que más adelante jugaría en tierras vallecaucanas y, como si fuera un presagio, ese año, 1965, el título se lo llevó el Deportivo Cali, al coronarse campeón por primera vez tras vencer tres goles a cero al Cúcuta Deportivo. Tenían un gran equipo, eran imbatibles. Dos enfrentamientos que tuvimos con ellos los perdimos un gol por cero.

Dos años después, en uno de esos partidos aguerridos que teníamos en el torneo de 1967, salí a resolver una jugada y me lesioné. Tuve un esguince de tobillo que me sacó de las canchas un tiempo. Estuve enyesado. Sin embargo, sin saberlo, el Deportivo Cali, por intermedio de Eduardo Sarmiento, me venía viendo jugar hacía algún tiempo. Estaban preguntando por mí. Ya tenía 19 años. Me faltaban dos años para la mayoría de edad, que en ese entonces era a los 21.

Yo estaba en proceso de recuperación yendo con mi papá a que me sobaran, pero a mí no me gustaba y de vez en cuando me volaba a jugar fútbol con el tobillo hinchado. Es que el fútbol me llamaba, aunque eso casi me cuesta mi llegada al Deportivo Cali. Él no quería que yo me fuera lesionado para el Deportivo Cali, que debía esperar. Sin embargo, el primer contacto con Eduardo Sarmiento se llevó a cabo y la transacción para llegar al equipo ‘Azucarero’ fue por $500.000. El sueldo se pactó en $1200. Por partido ganado nos daban $60. Mis padres firmaron el contrato con Alex Gorayeb, presidente del Deportivo Cali en ese entonces, porque yo aún era menor de edad. Era un ‘pelaíto’. Jugaría 380 partidos y marcaría siete goles con los ‘azucareros’.

Aunque el club me pagó ocho días de alojamiento en el desaparecido Hotel del Río, Miguel Escobar, una semana después, me dio posada en su casa, junto con Alfonso Tovar, ‘El Burro’ González, Julio Novarini, José Rosendo Toledo, Mario Agudelo, entre otros. Nosotros le dábamos lo correspondiente al alojamiento.

Para inicios de 1967 fue mi incorporación a entrenos con el Deportivo Cali, en la cancha Marte 1 de la Base Aérea Marco Fidel Suárez, antiguamente El Guabito, al oriente de la ciudad. Para finales de ese año, los entrenos se trasladaron para el sur de la ciudad. El Deportivo Cali hizo unas canchas en el barrio El Limonar, sobre la autopista.

Siempre, desde que estaba jugando en el barrio, quise ser como mi compadre Mario Agudelo, por su calidad técnica en la cancha. Era muy habilidoso con la pelota. Tuve la oportunidad de compartir con él en el campo de juego.

Los entrenos eran de martes a domingos. Primero teníamos que trotar, hacer abdominales y en algunas ocasiones el Test de Cooper: hacer el mayor número de vueltas a la cancha en doce minutos. Yo si era más bien flojo para este test. Si no hubiese sido por Miguel Escobar que siempre me impulsaba a terminarlo no habría podido.

Después de esto y de un buen reposo de quince minutos, el profesor ‘Pancho’ Villegas nos ponía a patear tiros libres, penales y ensayábamos esquemas de juego. A mí siempre me gustó el esquema 4-2-4, porque el equipo era ofensivo. Nosotros teníamos un gran juego colectivo, éramos como el Barcelona del 2011 que dirigió Guardiola. La posición mía dentro del campo al llegar al club, en un comienzo, fue volante, pero con el pasar de los partidos, el director técnico ‘Pancho’ Villegas, me dio la oportunidad de jugar de líbero, como único hombre suelto en la defensa. Sudé la camiseta número cinco, aunque yo quería la trece, pero esa la usaba el capitán Miguel Escobar.

Los lunes, días de descanso, estaban planillados para ir a tomar con compañeros del club o del colegio a los bares Nápoles y Oriente, en la Calle 15 con Carrera 7. Me gustaba sentarme a tomar cerveza, no a bailar. Es más, bailo, pero a los minutos me aburro y entrego la pareja. Yo era de tomar en tiendas. Esas sentadas a beber y escuchar música de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas y demás cantantes populares de la época, eran de largo, hasta salir en hombros de mis amigos para el hotel. La gente creía que por ser deportista de alto rendimiento no podía tomármelas, pero se equivocaban, porque los martes entrenábamos en la tarde y eso nos daba tiempo suficiente para que el cuerpo se pudiera recuperar de la resaca. Sin embargo, Alex Gorayeb, presidente en ese entonces del Deportivo Cali, hacía rondas los fines de semana en las noches, mirando a ver si la gente estaba o no. El que no estuviera podía ser expulsado del equipo. Yo siempre estaba porque salíamos los lunes, día de descanso.

En la primera campaña que estuve en el ‘Verdiblanco’ logré colgarme el campeonato de la segunda estrella, en un dramático empate cero a cero con el Junior. La lluvia que cayó sobre el ‘Sanfernandino’ le dio un aire de nerviosismo al encuentro. Desde las 11 de la mañana la gente vestida de verde entró a colmar las graderías del Pascual Guerrero. A las 4 de la tarde se inició el encuentro con el equipo Tiburón. La única misiva que nos envió Pancho, antes de saltar a la grama del Estadio Pascual Guerrero, fue que teníamos que defender y no entregarle la pelota al contrario, porque ellos sabían manejar muy bien el balón y nos podían hacer daño en cualquier momento. Y eso hicimos. Mientras me terminaba de persignar con mi rosario que siempre colgaba del cuello, por el túnel que desembocaba al campo de batalla, se escuchaban coros y cánticos de la hinchada azucarera animándonos a ganar la segunda estrella. Dos años atrás, el equipo, había logrado el primer título. Al final de los noventa y tanto minutos, dimos la vuelta olímpica. El carro de bomberos esperaba afuera para llevarnos por la Calle Quinta, entre pitos y cánticos, a la sede del Cali, en la Avenida Vásquez Cobo. Aunque nosotros le huíamos al festejo y el bullicio, ese día no pudimos escaparnos de la celebración en Juanchito, del puente para allá. El Pachito Eché, canción insignia del Deportivo Cali, sonaba en todos los radios de las fuentes de soda y casas de la ciudad.

Esa fue la mejor campaña que hicimos en los diez años que estuve en el Deportivo Cali: jugamos 52 partidos, marcamos 89 goles e hicimos 73 puntos. Además, en la tabla de artilleros estaban Iroldo Rodríguez de Oliveira y Benicio Ferreira, con 20 tantos cada uno. Eran grandes jugadores que lo impulsaban a uno a ser como ellos.

Producto del campeonato nos dieron unos pesos a cada uno. No recuerdo cuánto pero era más que un salario. Por eso, un año más tarde, decidí casarme con Rosamalia Monsalve en la iglesia Nuestra Señora De La Valvanera, en el Parque Jorge Isaacs del barrio Porvenir. A escasas cuadras compré mi primera casa donde me fui a vivir con ella. Allí nació mi hijo Óscar Mario, en el año de 1969. Él, años más tarde, jugaría para el Deportivo Cali. Los primeros años de vida de Óscar Mario fueron maravillosos. Jugábamos al fútbol en el parque del barrio cuando no tenía que ir a entrenar.

Cuando ya creció, a la edad de siete años, más o menos, solíamos ir a la calle principal del barrio a coger un bus del Deportivo Cali que nos llevaba a las canchas de entreno. Allá, el contacto con el contrario era importante aprenderlo, por eso le daba pequeñas pataditas en la canilla para que sintiera cómo era el manejo del balón en la cancha. Desde que estaba en el Colegio Lacordaire, donde estudió la primaria, Óscar mostró interés por el balón. Pateaba una y otra vez la pelota con sus compañeritos. La práctica la continuó durante el bachillerato, en el demolido Colegio Villegas, al sur de la ciudad. Hoy en día, él es químico y dirige una escuela de fútbol en Texas, Estados Unidos.

Cuatro años más tardes nacería mi hija Ana Julia, a quien también le apliqué la misma fórmula. Iba con ella a la cancha a enseñarle cómo se jugaba al fútbol. Siempre desde pequeña mostró interés por tocar la pelota. Ella nació en la Clínica de Occidente. Desde pequeña se caracterizó por su verraquera, muestra de ello es que fue mecánica en un negocio de carros cerca a la casa. Defendía al hermano cuando alguien se la quería montar. No tenía problema en darse con el que fuera.

Es que también le sacó parte de eso al papá. En un par de ocasiones me sacaron tarjeta roja durante mi trabajo en el Deportivo Cali. La primera, para el mismo año de mi matrimonio, Omar Delgado, árbitro de la época, me expulsó por pegarle un puño a un jugador que me había escupido la cara. La segunda, ocurrió años después, en 1970. ‘El Chato’ Velásquez me expulsó cuando boté un balón mientras el juego estaba detenido. Sin embargo, estos comportamiento no implicaron mi salida del equipo. Para ese año, el miércoles 30 de diciembre, el Deportivo Cali se coronó campeón por cuarta vez, segunda de manera consecutiva, pues en 1969 había logrado la tercera estrella. El subcampeón fue el Junior. Óscar y Ana Julia estaban de espectadores con su madre viendo el partido.

Sin embargo, pese a quedar campeones, en 1971 tuve una salida inesperada del onceno azucarero. Un martes, después de llegar de descanso, Alex Gorayeb me acusó de motivar a varios compañeros a beber la noche anterior, cosa que era mentira. Cada uno si bebía era porque se le antojaba. No valieron mis explicaciones y fui despedido del plantel. Desdichado y sin aparente rumbo, regresé al Deportes Tolima. Ahí estuve un tiempo corto. Luego jugué tres meses con el Unión Magdalena, donde marqué un gol en 27 partidos. Tres años después volví al Deportivo Cali hasta terminar mi carrera con ellos en el 79. Don Alex me abrió de nuevo las puertas.

De los episodios que más recuerdo con la escuadra verde, aparte de los campeonatos, es el partido de semifinales que jugamos en noviembre de 1978 con Boca Juniors, en la Copa Libertadores. Acá en Pascual empatamos cero a cero. Mala cosa, porque tuvimos que ir a La Bombonera a reventarnos. Las cosas allá fueron muy complicadas, empezando por la hinchada del Boca que no paraba de alentar a su equipo con cánticos. El ambiente era pesado, tenso. Las cosas salieron mal para nosotros. Perdimos la copa por un marcador de cuatro goles a cero. Los goles los marcaron Perotti, Mastrángelo y Salinas.

Recuerdo que el Boca Juniors le pidió a la dirigencia de la Copa Libertadores aplazar la final en Argentina un mes más, para el martes 28 de noviembre de 1978, alegando que la primera fecha coincidía con la final de ellos por el torneo argentino. El encuentro se aplazó treinta días más. Mientras esperábamos por la fecha, el argentino Salvador Bilardo, técnico de nosotros en ese entonces, nos dio vacaciones de un mes. Miguel se fue para Buga y yo para Ibagué a ver mi padre. Sin embargo, fue un desacierto darnos vacaciones. Se paró el rendimiento que estábamos mostrando en la segunda fase de la Copa Libertadores. Los resultados nos postulaban como favoritos: le habíamos ganado tres goles a dos a Alianza Lima, en condición de local. Después, de visitantes, le volvimos a ganar cuatro goles a uno.
Y por si quedaban dudas, le habíamos ganado también cuatro goles por cero a Cerro Porteño, en el estadio Defensores del Chaco, en Paraguay. Ese exceso de vacaciones nos cobró factura en la final contra Boca Juniors.

Al año siguiente, después de jugar por diez años con el Deportivo Cali, en algunas ocasiones de manera intermitente, salí del club para el Deportivo Pereira, donde terminé mi carrera en 1982 por una lesión de columna.

Nosotros entrenábamos en el Estadio Mora Mora, en el sector conocido como Libaré, en la vía a La Florida, a un lado del barrio Kennedy. Los entrenos eran todos los días en las horas de la mañana. Hacíamos trabajo de calentamiento y estiramiento. También practicábamos esquemas de juego. La preparación era similar a la que se hacía en el Deportivo Cali. Yo entrenaba mucho porque era el diez del equipo, tenía que poner los pases al vacío y manejar la pelota del medio campo para arriba. El equipo tenía buenos jugadores, en su mayoría conformado por paraguayos. Sin embargo, no nos alcanzaba. En la campaña de 1979 llegamos a los cuadrangulares semifinales. Hicimos cinco puntos, pero solo ganamos un encuentro de seis jugados, por lo que no nos alcanzó. El técnico de entonces fue el chileno Francisco Hormazábal.

Para el año siguiente, las cosas mejoraron. Llegamos también a cuadrangulares semifinales y perdimos, pero el goleador del torneo finalización fue nuestro, el argentino, Sergio Antonio Sierra, ‘El Flaco’, quien se convertiría en el máximo goleador en la historia del Pereira, con 69 goles en 162 partidos. Sus mejores anotaciones las hizo de tiro libre. Era un crack para estas ejecuciones. Después de los entrenos en el Estadio Mora Mora, nos íbamos caminando hacia la casa de Jairo Charry, un viejo amigo que había recomendado años atrás para jugar en el Deportivo Pereira y quien me abrió sus puertas a mi llegada a ‘La Perla del Otún’. Él vivía con sus padres a una cuadra del Parque del Lago, en el centro de Pereira.

En una de las vacaciones que el club nos daba pude viajar a Ibagué a visitar mi padre, quien estaba padeciendo demencia senil. Ese día me había ido con un amigo, Adonay Bermúdez, como si estuviera presintiendo lo peor. Al llegar a la casa de él, en el barrio Hipódromo, vi el rostro de mi padre desencajado. Sus manos temblaban como la cuerda de una guitarra al tocarla. Estaba agonizando. De inmediato, traté de socorrerlo con ayuda de Adonay, pero ya era tarde. Mi padre, había comprado tiquete para verse con mi madre. Un infarto también se lo había llevado. El fallecimiento de él, sumado al recuerdo de mi madre y una lesión en la columna, fue el detonante para que anunciara mi retiro del fútbol, sin partido de despedida alguno.

Regresé a Cali a vivir con mi hija en Capri, en una casa que el Deportivo Cali me había comprado por $250.000 producto de un arreglo económico. Los días los pasaba formando muchachos en la Escuela Sarmiento Lora. Ahí estuve por doce años.

Hoy, mis días transcurren con mi nieta María Camila, quien vive con su mamá en mi casa, en el segundo piso. Hablo con frecuencia con Óscar, mi hijo que vive en Estados Unidos. Rosamalia vive aún conmigo, pero no compartimos alcoba y las relaciones son muy malas desde hace casi doce años. Ella tiene su cuarto y yo el mío. No como en mi casa, lo hago en la Panadería El Gran Pan, en la esquina de la Carrera 73.

En las mañanas salgo a trotar. Algunos días me gano unos pesos manejando el carro de un médico vecino muy querido de la cuadra. Comparto con Miguel Escobar casi todos los días. Conversamos de fútbol. Los domingos voy a verlo jugar al barrio Olímpico junto con el ‘Barbie’ Ortiz, Jairo Arboleda y Henry ‘La Mosca’ Caicedo. Para mí, hoy en día Miguel juega mejor que antes. Aunque tenga sus tirones en la cancha por la edad.

Tengo una pensión del Seguro Social que logré gracias a los aportes con la Sarmiento Lora. La otra, la del Deportivo Cali, la estoy peleando con abogado porque no nos reconocen a Miguel Escobar, Freddy Valverde, Ángel María Torres, Ever Barona, Henry ‘La Mosca’ Caicedo, Pecoso Castro y otros exjugadores, nuestro tiempo laborado.

No tuve hermanos, quizás por eso es que me dolió tanto la pérdida de lo más grande que me dio la vida: mi madre, Ana Julia. Ahora, sin ella, ya los fríjoles, el sancocho y el mondongo no saben igual y las arepas de maíz amarillo que amasaban en círculos sus manos color ébano, sobre el fogón de leña y carbón, no saben a ella.

(*) Periodista caleño.

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