lunes, 30 de junio de 2014

Ensayo. A propósito de la coyuntura poselectoral, clientelismo y ética pública

Las altas cifras de abstención presentadas en los pasados comicios electorales demuestran la poca credibilidad que tiene la gran parte del pueblo colombiano en su sistema político.



Virtud pública vs. eficacia electoral, 
dilema ante la degradación de la política

En el libro ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia (1958-2002), Francisco Gutiérrez Sanín estudia las respuestas políticas que los barones del oficialismo liberal (fuerza predominante en la etapa pos Frente Nacional) recibieron de otras facciones que se propusieron depurar el ejerció de la política en la conflictiva década de los años 80. Según Gutiérrez, fueron sectores “progresistas” del conservatismo y el galanismo los que lo intentaron, sin éxito. ¿Por qué? El autor sitúa la respuesta en el dilema de la virtud pública frente a la eficacia electoral, disyuntiva de la cual resulta vencedora la última. De todas formas, identifica a Galán como el propulsor del intento de “volver a meter la democracia dentro de la legalidad”. Llama la atención que Gutiérrez otorga poca importancia al papel jugado por la izquierda, que a la sazón era masacrada por la alianza de fuerzas del narcotráfico, la ultraderecha y el Estado. En su pugna intrabipartidista, liberales y conservadores luchaban por parecer modernizantes y reformadores, moralizantes y pacificadores. Reseña crítica.
                  
Por Luis Alfonso Mena S. (*)
La de los años 80 fue una década de enorme crudeza en la historia política colombiana, pues en ella se escenificó la etapa que hemos dado en llamar del narcoterrorismo, uno de los fenómenos más devastadores de la prolongada violencia que registra el país desde 1946 y que dio al traste, entre otros hechos de enorme connotación, con el ascenso de uno de los líderes liberales más carismáticos y de mayor proyección dentro del establecimiento burgués: Luis Carlos Galán Sarmiento, asesinado por el Cartel de Medellín.

El magnicidio de Galán fue sólo uno, tal vez el de mayor repercusión y estudio, de los múltiples acontecimientos de la época, que marcó la que podríamos calificar como efervescencia de los carteles del narcotráfico, cuya presencia se hizo no sólo visible sino determinante en el devenir político del país. No hay que olvidar que es en este período cuando ocurre el genocidio de la militancia de la Unión Patriótica, protagonizado por una alianza de narcotraficantes y agentes del Estado que, confluyendo en posiciones de extrema derecha, crearon una conjunción impúdica con la que se creyó matar dos pájaros de un solo tiro: de un lado, sacar de circulación a un movimiento incómodo para las élites, como era la UP, surgido de acercamientos de paz entre las Farc y el gobierno de Belisario Betancur (sellados en los Acuerdos de La Uribe, en 1984), y del otro, generar un estado de zozobra y terror que impidiera la aprobación o puesta en práctica de medidas contra el narcotráfico, principalmente la de la extradición hacia Estados Unidos.


Una de las primeras víctimas de la oleada de sangre que desató el narcotráfico desde su ala más violenta, la del Cartel de Medellín aliado con la banda cundinamarquesa de Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘El Mexicano’, fue precisamente el candidato presidencial de la UP en 1986, Jaime Pardo Leal, asesinado en 1987. Pero ya el carro de la muerte había empezado a rodar desde el 30 de abril de 1984, cuando mataron al ministro de Justicia de Betancur, el galanista Rodrigo Lara Bonilla, víctima de una atroz retaliación de la mafia.

Luego vinieron miles de asesinatos de dirigentes, parlamentarios, militantes o simplemente simpatizantes de la UP y, de manera paralela, los de centenares de funcionarios judiciales, gubernamentales y de personalidades de diferentes vertientes que, de una u otra forma, hacían frente a las ínfulas del narcotráfico y buscaban cortar los circuitos de sus tentáculos. Así se materializaba la táctica del foco unificado desde el cual se abría fuego hacia dos flancos: contra la izquierda que desarrollaba un ejercicio novedoso de oposición política legal con la participación de actores procedentes de la guerrilla (la UP) y contra quienes se enfrentaban desde el Estado a las mafias.

Antes de esta ofensiva del narcoterrorismo y de la ultraderecha del establecimiento, prolegómeno de lo que después, en la década de los 90, identificaríamos como el paramilitarismo, ya Colombia había sido escenario de otro acontecimiento erigido en hito de la guerra interna, a mediados de la década que nos ocupa: la toma a sangre y fuego por parte del Ejército Nacional del Palacio de Justicia para repeler la ocupación que el 6 y 7 de noviembre de 1985 protagonizó un comando del Movimiento 19 de Abril, M-19. La retoma, como se la ha denominado históricamente, configuró una verdadera hecatombe humanitaria que aún hoy tiene repercusiones con el sometimiento a juicio de varios de los protagonistas, acusados de torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales. Lo que ocurrió entre esos dos días nefandos fue un verdadero golpe de estado, cuando el presidente Belisario Betancur perdió toda capacidad de decisión, la misma que fue ejecutada por los altos mandos militares de la época.

Grosso modo, el anterior es el contexto histórico en el que se ubica el objeto de estudio del libro ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia (1958-2002, de manera especial su capítulo 5, el de nuestro interés para esta reseña.

Aunque Gutiérrez Sanín sólo tiene en cuenta este contexto de manera tangencial, es importante su dibujo como marco referencial, sobre todo en lo atinente a los nexos que luego se detectarían entre los barones electorales del liberalismo y jefes, representantes o voceros de los carteles, especialmente los del ala que desarrollaba la estrategia de la cooptación económica mediante la corrupción como procedimiento preferencial: el cartel de Cali.

La época de oro de los “rojos”
Uno de los problemas centrales del capítulo es dilucidar el porqué la década de los 80 constituyó la que Gutiérrez denomina época de oro del Partido Liberal, en su vertiente oficial. De acuerdo con el autor, no basta con tener en cuenta la corrupción política para explicar el fenómeno. Va más allá de ella y toca el hecho de que una vez desaparecido el Frente Nacional y con él las talanqueras derivadas de la alternación en el poder, la población se develó mucho más liberal que conservadora. En el fondo de esa decisión, dirá más adelante, estaba lo que luego les costaría mucho trabajo a los conservadores desvirtuar: la percepción y el convencimiento de que La Violencia fue desatada por el conservatismo.

Para sustentar su concepto de la época de oro del liberalismo, Gutiérrez recuerda que, a pesar de haber perdido la Presidencia del 82 con Betancur, el liberalismo venció en tres elecciones seguidas (1986, con Virgilio Barco; 1990, con César Gaviria, y 1994, con Ernesto Samper), al tiempo que en toda la década mantuvo su supremacía en los que denomina cuerpos colegiados subnacionales (Senado y Cámara de Representantes), en detrimento del Partido Conservador, del Nuevo Liberalismo y de la Unión Patriótica.

Una explicación inmediata la plantea el investigador en términos de dilema: “… lo que contemplamos en esta década, que precede a la Constitución de 1991, es la consumación de una brutal ruptura entre el modelo de virtud pública y el de eficacia electoral”. Ese será su hilo conductor a lo largo del capítulo, en desarrollo del cual toca por partes a cada uno de los componentes políticos mencionados, menos a la UP, que, sin justificación a mi modo de ver, deja por fuera del espectro analítico. La Unión Patriótica “obtuvo resultados aceptables (…), sobre todo en el nivel subnacional, pero fue masacrada implacablemente en el curso de unos pocos años”, es lo que se limita a decir sobre este impresionante fenómeno de decapitación colectiva de un movimiento político de izquierda contemporáneo. (Gutiérrez Sanín. 2007: 213).

Muy rápidamente también el autor resuelve el dilema cuando afirma que volverse el elector por excelencia “en un país que aparentemente se sumía en el pantano de violencias cruzadas y en permanente ascenso” fue un logro obtenido a un alto costo: “prescindir de cualquier noción públicamente defendible de virtud” (2007: 212).

Sin embargo, aún reconociendo que las “élites turbias”, como llama Marco Palacios a las mafias, penetraron el liberalismo con “dinero, bandidos (y) el prestigio que puede dar el enriquecimiento repentino”, Gutiérrez sostiene que explicar el fenómeno sigue siendo difícil. El costo político del involucramiento con actores ilegales fue enorme para el oficialismo liberal, y para otros partidos o fracciones de ellos (el conservatismo no fue precisamente un claustro de novicios a la hora de relacionarse con capos, aunque posiblemente en menor cantidad) que hicieron lo mismo.

La corrupción política, el clientelismo y los nexos con ilegales en los partidos tradicionales, principalmente en el liberal, generó censura de la opinión pública y el desgaste de la dirigencia de la colectividad “roja”, todo lo cual derivó en indignación de la que medios de comunicación hicieron eco. Ese clamor procuró ser recogido, según Gutiérrez, no por las fuerzas alternativas, sino desde dentro de los dos partidos tradicionales: de un lado, por la disidencia liberal, el galanismo, y del otro, por movimientos conservadores. De ahí que Gutiérrez se formule dos preguntas fundamentales: ¿Por qué no todos los miembros de los partidos tradicionales imitaron las prácticas de los barones electorales? Y ¿por qué, a pesar de no aceptarlas, alcanzaron “un cierto nivel de éxito?” Estos dos cuestionamientos son ejes del capítulo estrechamente ligados al problema expuesto antes: qué explica la denominada época de oro del liberalismo en la década de los años 80.

Y de nuevo la respuesta es inmediata: porque “la política oficialista produjo las condiciones para que se generara una amplia oposición a ella”, en primer lugar, y, luego, porque “esa oposición se formuló en términos de un modelo predominante de virtud que seguía las consignas de modernización y moralización” [2007: 215]. Una parte del dilema, el de la virtud moral, acompañado ahora con el concepto de modernización, del que el galanismo se abanderará.

Pero a renglón seguido, la contradicción: si bien eso ocurrió, las fuerzas de la “modernización” y la “moralización” (galanistas y fracciones conservadoras), según Gutiérrez, no pudieron vencer a las del oficialismo liberal clientelar e infiltrado por la corrupción y las mafias. Al tiempo que las fuerzas tradicionales del liberalismo abrieron la posibilidad de una amplia oposición, las corrientes contrarias eran limitadas y ello impidió que hubieran ocupado el lugar preeminente en la política colombiana que mantuvieron los oficialistas hasta mediados de los 90. Gutiérrez sostiene que si ocurre lo contrario, se habría presentado “un típico proceso de alternación que hubiera ido limando las asperezas, consolidando, no debilitando, el sistema de partidos vigente hasta 1991” [2007: 215].

Barones políticos y barones mafiosos
En su análisis sectorial, y para seguir por el hilo conductor del dilema ético: moral pública versus eficacia electoral, Gutiérrez otorga una gran importancia al auge del narcotráfico como parte del “sistema de gobernabilidad internacional” al que Colombia no era ajena y del que, por el contrario, hacía parte sustancial. Y lo admite para insistir en su tesis de la eficacia del liberalismo oficialista derivada de la influencia de ese fenómeno en la colectividad “roja”. De manera clara lo sintetiza: “Como fuere, varios de los barones emblemáticos del período estaban ligados a la lógica del narco o, por lo menos, de la ilegalidad y pertenecían a coaliciones regionales antisubversivas que hacían de ellos ‘halcones naturales’ en el conflicto interno” [2007: 220].

Ingresa aquí, de la mano de la incidencia del narcotráfico, el actor antisubversivo, que quedaría en evidencia en regiones liberales como Puerto Boyacá, Cimitarra y otras del centro y el oriente del país, en las que se develaría en los 80 la existencia de jefes liberales que al mismo tiempo encabezaban empresas paramilitares. Varios de los jefes paramilitares descubiertos a posteriori fueron dirigentes liberales en Caldas o en la misma zona de Puerto Boyacá. No de manera gratuita se le llamó a este municipio en tono altanero y ostentoso “la capital antisubversiva de Colombia”.

Sin embargo, Gutiérrez no profundiza en este capítulo en el fenómeno de la que podría definirse como la ecuación narcotráfico + liberalismo = paramilitarismo en zonas muy focalizadas de Colombia. Para no ir muy lejos, Córdoba, uno de los principales fortines del liberalismo oficialista hasta avanzado el gobierno de Álvaro Uribe, develó fuertes nexos de esa índole.

Gutiérrez esboza un fenómeno clave luego del Frente Nacional, muy ligado con las políticas estadounidenses del programa Alianza para el Progreso, y es que una vez desaparecidos los dos, quedó en la colectividad la resaca de la política al detal, en la que el oficialismo era experto, pues muchos de sus caciques y jefes regionales habían estado inscritos en la escuela del manzanillismo turbayista. Pero una vez desmontada la alternación automática, obligada, del Frente Nacional, esa política necesitó de puentes de salvación y ellos fueron tendidos por el narcotráfico que emergía con ínfulas de tornarse en actor político. Decisión ésta que les costaría a sus capos más dolores de cabeza que réditos inmediatos. Así que fueron los intermediarios, los jefes liberales, quienes usufructuaron la inversión narco, los que acrecentaron su electorado e, incluso, sus chequeras. Más tarde, en la década siguiente, las colillas de muchas de esas chequeras halladas en las caletas del Cartel de Cali darían al traste con varias carreras políticas de promisorios procuradores y contralores, de políticos, empresarios y hasta de periodistas y educadores.

Sin embargo, en la década que nos ocupa el liberalismo era el rey, a pesar de todo. Y en ello incidió un hecho histórico: luego de la derrota a manos de Belisario Betancur, que supo mimetizarse en un pluripartidismo de banderas blancas y que congregó a figuras disidentes del liberalismo, éste se la jugó con la táctica del trapo rojo, que hizo flamear ante la que se presentaba como la gran amenaza, la candidatura de Álvaro Gómez Hurtado, quien nunca, hasta que fue asesinado, en 1995, se pudo zafar del lastre que significaba la memoria de su padre, Laureano Gómez Castro. Para los liberales de la época, Gómez representaba la amenaza del retorno de La Violencia (que, entre otras cosas, seguía latente, vestida con ropajes diferentes a los de los años 40 y 50, pero latente al fin), y esa percepción generalizada otorgó al liberalismo una de las votaciones más apabullantes de la historia: 4.214.510 votos, con cerca de 1.700.000 de ventaja sobre el Partido Conservador.

En medio de esta pugna entre los componentes del bipartidismo la izquierda obtuvo la que para la época constituía la mejor actuación electoral de su historia, 350.000 votos, puestos por Jaime Pardo Leal, el candidato presidencial de la colectividad en pleno proceso de formación luego de los acuerdos en el gobierno de Betancur, como hemos dicho antes.

Las tácticas “innovadoras” azules
Para el análisis del conservatismo, Gutiérrez recurre a tres convenciones de la colectividad realizadas en la década de los 80, en desarrollo de las cuales una de las preocupaciones fue la de la unificación de ese partido, fracturado históricamente entre ospinistas y laureanistas (recordemos que Mariano Ospina Pérez era el presidente del país en 1948, cuando fue asesinado el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, y que la violencia desatada contra fuerzas liberales y de izquierda condujo a que el liberalismo no presentara candidato en 1949, lo cual facilitó la elección de Laureano Gómez). La fractura fue heredada por quienes se convertirían luego en los dos jefes máximos de la colectividad: Misael Pastrana Borrero, a quien se le identificaba con el ospinismo y quien fue elegido presidente en los polémicos comicios del 19 de abril de 1970, y Álvaro Gómez, sucesor de su padre Laureano e identificado como el ala de extrema derecha del partido azul.

Las convenciones del 27 de noviembre de 1981, que escogió a Belisario Betancur candidato presidencial; del 22 de noviembre de 1985, que seleccionó a Álvaro Gómez para la misma aspiración, y la del 9 de noviembre de 1989, que eligió a Rodrigo Lloreda Caicedo también en calidad de candidato de la colectividad a la Jefatura el Estado, tuvieron un eje: las pugnas entre los históricos laureanismo y ospinismo y los esfuerzos por conciliar posiciones orientadas a amarrar las dos facciones como única solución para buscar aminorar la ventaja frente al poderoso adversario “rojo”. Sin embargo, los resultados fueron positivos sólo en el primer caso, en el de Betancur, por la táctica empleada que hemos calificado de mimetizada en la bandería pluripartidista.

En las dos elecciones siguientes el conservatismo fue estruendosamente derrotado. Primero por Barco, quien venció por 1.626.460 votos a Gómez, y en la del 90, en la que Gómez desconoció a última hora la escogencia de Lloreda en convención y armó tolda aparte. Aunque dobló la votación del candidato oficial conservador, que a duras penas llegó a 735.374 votos, el liberalismo venció con casi tres millones de sufragios. El M-19 hizo su debut electoral y obtuvo más votos que Lloreda: 754.740, una participación decorosa para el movimiento recién desmovilizado y reincorporado a la vida civil.

La debacle conservadora condujo a Gómez Hurtado al convencimiento de que el camino suyo hacia el poder no estaba dentro del Partido Conservador y creó el Movimiento de Salvación Nacional, al que arrastró a buena parte de los laureanistas del país y en representación del cual alcanzó la segunda votación en la elección de delegados a la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionó en Bogotá a partir del 5 de febrero de 1991. Quedó dirimida así, una vez más, la confrontación con el ospinismo, pues Misael Pastrana tuvo una participación pobre en las elecciones mencionadas y luego se retiró de la Constituyente, mientras que Gómez fungió como copresidente de la misma, al lado de Antonio Navarro, del M-19, y Horacio Serpa, del Partido Liberal .

De acuerdo con Gutiérrez, de todas formas el conservatismo también sufrió los embates de los barones clientelares y corruptos, aunque, según concluye, llegaron una década tarde respecto del liberalismo. El investigador sitúa su presencia a partir de experiencias como las de Ciro Ramírez y Carlina Rodríguez, de ejercicios recientes. “Parecía que con diez años de rezago los barones conservadores se apoderaban del partido, siguiendo la misma pulsión de apertura social y regional desideologizante del liberalismo” [2007: 229].

En su pugna intrabipartidista, situarse como el partido moralizador y modernizador, como vimos antes, no sólo era una respuesta necesaria, sino una táctica electoral para aminorar distancias respecto del contendor “rojo”. Pero esas mismas desventajas obligaban, según Gutiérrez, a ser más audaces y aparecer tan progresistas y populares o más que el liberalismo.

A propósito de la táctica y de los prejuicios del conservatismo, el autor cita a Carlos Holguín, a la sazón senador de la República y líder de una de las tres grandes facciones azules del Valle del Cauca. “El Partido Conservador tiene dos complejos: de ser violento y de ser minoría. La política de paz y la apertura democrática (…) son la oportunidad de curarse de estos complejos. Es por eso que debemos apoyar las reformas”, dijo Holguín. De ahí las propuestas de innovación en las toldas azules, la decisión de proponer alianzas suprapartidistas y de tomar el tema de la paz como bandera nacional [2007: 229].

En efecto, el conservatismo no sólo inició procesos de paz con las guerrillas durante el gobierno de Betancur, los cuales finalmente fracasaron (el realizado con el M-19 tuvo su epílogo más lamentable con la catástrofe de la toma del Palacio de Justicia, y el pactado con las Farc tuvo un cierre lento y prolongado con la matanza de más de tres mil miembros de la UP a lo largo de toda la segunda mitad del decenio). Pero también se le midió al tema de la descentralización, de suyo ajeno al Partido Conservador, clasificado siempre en el ámbito del centralismo. Los tiempos cambian y las urgencias electorales también, y por ello los azules procuraron en el decenio mostrarse abanderados de estas reformas para aparecer más progresistas que el liberalismo.

Modernizantes (descentralistas) y pacifistas (inicio de procesos con los alzados en armas) fueron las dos tácticas arropadas por los conservadores. Pero faltaba la tercera: mostrarse vinculados con lo social. No es casualidad que en desarrollo de esa “innovación” la convención conservadora del 1 de agosto de 1986 acogiera la propuesta de Misael Pastrana de agregar el apelativo social al de conservador. Desde ese momento y durante sólo un lustro el partido de Caro y Ospina recibió un sobrenombre que sonaba raro: Partido “Social” Conservador. Todo valía en aras de aminorar terreno respeto de los “rojos”. Pero el maquillaje duró poco.

“Meter la democracia en la legalidad”
Según Gutiérrez, “la fuerza que mejor representó la oposición a la degradación de la política de los barones fue el Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán”, por quien profesa una devoción especial, que quedó plasmada cuando calificó a Galán como un “mártir de la democracia”, ponderación que, sin embargo, no lo inhibió de llamar la atención sobre una de las desventajas del líder político: el tipo de movimiento que encabezó, que sitúa en el plano de la “pantuflocracia”, aludiendo a que su entorno político más cercano era su propia familia, lo cual le imprimía cierto tono de nepotismo a la organización.

Gutiérrez pone de relieve el momento en que surge el galanismo, en pleno auge del turbayismo, y en tal sentido lo ubica como una respuesta a esta escuela liberal clientelar, con enormes cuestionamientos éticos y críticas por violación de los derechos humanos. Es más, conceptúa que el movimiento surge inicialmente con una tendencia de izquierda que se fue moderando en la medida en que la izquierda marxista “no hizo eco a sus esfuerzos por moralizar la política” [2007: 234]

Aunque el discurso de Galán hace énfasis en la modernización, pues surge también en la pugna por corresponder a los desafíos de una política degradada, el galanismo debe afrontar el señalamiento de sus adversarios por su procedencia de la vieja casa llerista (de Carlos Lleras Restrepo, tercer presidente del Frente Nacional, entre 1966 y 1970) y con quien colaboró en la revista Nueva Frontera. “¿Pertenecía al pasado, como decían sus adversarios, o al futuro, como proclamaba él? Esa ambigüedad fue implacablemente explotada por aquellos barones electorales que denunciaron su supuesto elitismo y antirregionalismo” [207: 235].

Sin embargo, Gutiérrez caracteriza de entrada a Galán como el gran hacedor del esfuerzo de “volver a meter la democracia dentro de la legalidad”, tipificación que tiene su respaldo en la lucha intensa que dio contra las mafias no sólo en la política y el Estado sino en la sociedad toda. Pero esa brega iba paralela con un proyecto político que el mismo autor identifica como “un discurso de reforma estructural dentro del sistema, cuya pieza maestra era la alianza entre clases medias y sectores populares”, para lo cual estableció un decálogo de reformas que conjugaba algunos asuntos inmediatos con soluciones generales (“reconstruir el Estado” o “mejorar las condiciones de vida del pueblo”, por ejemplo) [2007: 236].

A propósito de las clases medias, Gutiérrez soslaya el surgimiento de otros espacios de expresión de las mismas, y entre ellas menciona la revista Alternativa, que circuló entre 1974 y 1980, es decir, que tocó los estertores de Pastrana, cubrió todo el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978) y se despidió en los dos primeros años de Julio César Turbay Ayala (1978-1982). Alternativa confrontó con energía a Turbay, de manera especial por su política de violación de los derechos humanos y de connivencia con niveles confesos de corrupción.

En el decálogo que comentamos se incluía el diálogo con las fuerzas de izquierda y con “los conservadores progresistas”, al tiempo que “participar en el diálogo mundial de las fuerzas progresistas”, una insistencia que resulta de interés tener en cuenta a la hora de las definiciones políticas de la época histórica que le correspondió vivir al galanismo. En esta escuela se formó un grupo de jóvenes liberales que posteriormente entró en diáspora, pues César Gaviria no fue el canal que los unió en torno a los postulados generales del dirigente asesinado el 19 de agosto de 1989.

Gutiérrez no deja de señalar los errores de Galán cometidos al ostentar su movimiento el Ministerio de Justicia durante el gobierno de Belisario Betancur, lo que lo condujo a hacerse solidario con el Presidente en casos tan graves como el del Palacio de Justicia, resuelto, como hemos dicho, a sangre y fuego y con la pérdida momentánea del mando por parte de Betancur. Ello dio pie a sus críticos para señalar la contradicción del galanismo, que es la misma que se le atribuye al liberalismo en general: pedía reformas y defendía las libertades públicas por fuera del gobierno, pero las recortaba cuando estaba adentro del mismo.

El Nuevo Liberalismo fue también tildado de filofascista, según explica Gutiérrez, por su procedencia de clase media, acusación a todas luces absurda. La persecución del narcoterrorismo por su decidida posición contra la presencia de los dineros de la mafia en los partidos políticos le costó la vida al primer ministro de Justicia, Lara Bonilla, y un atentado, del que salió ileso en Budapets, Hungría, al segundo en la misma cartera, Enrique Parejo González, también vocero de Galán en el gobierno de Betancur. Así que la punga con el narcotráfico se volvió un asunto de vida o muerte.

Mientras tanto, Galán diseñaba una estrategia gradualista orientada a integrar diferentes capas de la población en su proyecto reformista, sin que se resintiera ninguna. Ese gradualismo procuraba pasar de la democracia restringida a la de las clases medias y luego a la popular. Según Gutiérrez, esto iba en la tónica de la modernización y se apoyaba en la experiencia histórica dejada en herencia a Galán por su mentor político, Carlos Lleras, el modernizador de la estructura del Estado. En su gobierno, Lleras había creado instancias técnicas desprovistas, por lo menos aparentemente, de los vicios clientelares de la repartija bipartidista propia del Frente Nacional. Así nacieron los departamentos administrativos, los institutos descentralizados y otras entidades de funcionamiento autónomo.

Volviendo atrás, la confrontación con las mafias centró el discurso de Galán en el ámbito fundamentalmente moralizador y se constituyó en un determinante de su proyecto social y modernizante. Pero al parecer el discurso de Galán llegó tarde a muchos conglomerados, especialmente urbanos, que a pesar de todo habían acogido un emblema desprovisto de cualquier rechazo a los dineros mal habidos y se enrutaban por el camino del dinero fácil, propio de la subcultura del narcotráfico en ascenso social y político. “Cuando Galán ofrecía al pueblo la posibilidad de ingresar al pacto social, después de un cuidadoso proceso de educación ciudadana, cientos y miles de ciudadanos del campo y la ciudad ya habían encontrado en la economía ilegal y en los canales clientelistas una metodología para ingresar de manera relativamente exitosa no sólo a la economía de mercado, sino al régimen político; y de hacerlo aquí y ahora”, sentencia Gutiérrez [2007: 244].

Y ocurrió entonces lo más paradójico: en sectores de la sociedad contaminados ya por la economía ilegal el discurso galanista empezó a sonar como el de un enemigo de las posibilidades de solución a problemas palpitantes de esos conglomerados deprimidos de la población, y en consecuencia se le empezó a identificar como clasista y excluyente. Veamos lo que dice Gutiérrez: “Así, la denuncia moral que se suponía incluyente –con unas reglas limpias todos pueden ganar— terminó apareciendo como agresivamente excluyente” [2007: 245].

De esta forma, de repente, el Nuevo Liberalismo se encontró retratado “como defensor del viejo orden de la ‘decadente aristocracia bogota’” y del “viejo modo de organización frentenacionalista de las casas, con su combinación de ideología, familismo y personalismo” [2007: 246].

Algunas conclusiones
Así, pues, la supuesta rebelión de los sectores políticos procedentes de los partidos tradicionales, el galanismo, del liberalismo, y los “progresistas”, del conservatismo, fracasó en su intento de limpiar la política tradicional, circunstancia en la que pesó de manera sustancial, en el caso conservador, el lastre histórico que lo identifica como el partido promotor de la época de La Violencia, legando nefando del que aún no ha podido desprenderse (a propósito, en la década del 2000 parece que sectores poblacionales amplios en el país lo hubieran olvidado, pero ese análisis será motivo de otro artículo).

En el caso del galanismo, como lo expone Gutiérrez, el fracaso devino no sólo de la percepción que el factor organizativo generó en muchos sectores en el sentido de que se trataba de un movimiento de “familismo ideológico”, sino, y principalmente, del hecho de que las tentativas de captar al elector raso chocaban con la experiencia de los caciques, “curtidos en mil batallas” y capaces de ofrecer toda clase de “incentivos selectivos”.

A pesar de que quiso apoyarse en la modernización de los medios de comunicación para saltar las barreras de las poderosas redes clientelares del Partido Liberal, ello no fue suficiente y finalmente tuvo que ceder y retornar a la oficialidad del partido, con los resultados ulteriores conocidos. Y en el manejo del factor modernizador, hasta la bandera de la descentralización fue usada por las fuerzas liberales oficialistas, esto es, la arrebataron a los opositores galanistas y conservadores.

El factor de fracaso más fuerte, pues, lo atribuye Gutiérrez al influjo de los barones de las drogas que detectaron un campo expedito en la proclividad a la irregularidad por parte de otros barones, los electorales, muchos de los cuales pastaban en el Partido Liberal a la espera de la sal corrompida que los volviera invencibles por la posibilidad de satisfacer sus clientelas con prebendas y halagos económicos. “… los barones electorales –y junto con ellos todos los factores de ilegalidad— no tardaron mucho tiempo en descubrir que podían copar con relativa facilidad los gobiernos subnacionales, y que eso podría constituirse en una fuente inagotable tanto de votos como de rentas” [2007: 248].

Gutiérrez explica la derrota definitiva de los rebeldes al apuntillar que el principal factor de la misma fue el constatar que aunque hablaban a nombre del país creyendo interpretar un deseo generalizado de moralizar el ejercicio de la política, la realidad mostraba otra cosa: sus movimientos eran minoritarios, las mayorías las tenían los barones electorales.

El estudio de Gutiérrez, aunque valioso desde el punto de vista de la definición del dilema ético que propone, otorga una gran importancia a las dinámicas intrabipartidistas y a sus disidencias, sin tener en cuenta el aporte efectuado a la lucha contra las prácticas corruptas por las fuerzas alternativas, de izquierda. Es tal vez uno de los vacíos protuberantes del capítulo, pues despacha a la UP y al M-19 con alusiones ligeras. En todo caso, la brega moralizadora que Gutiérrez sólo atribuye en este texto a sectores procedentes de los dos partidos tradicionales no sólo fue librada por ellos.
Aunque Galán descubrió al término de su periplo que no podía ganar la Presidencia contra el oficialismo, el retorno al mismo no garantizó ni perdón ni olvido de las fuerzas del narcoterrorismo y la ultraderecha, que dieron al traste con su proyecto político. Lo mismo ocurrió con las otras fuerzas, las ignoradas en este estudio, por lo menos en este capítulo, que pusieron más de tres mil muertos, las de la UP y la izquierda en general.

Pero, incluso, otro actor clave de este proceso, Álvaro Gómez, quien en asuntos de manejo de lo público se aproximó a Galán desde su óptica azul, también cayó, seis años después, el 2 de noviembre de 1995, arrollado por el carro de la muerte piloteado por la extrema derecha colombiana, que ni siquiera perdonó a un hombre que procedía de una familia ligada a ella, pero cuyo sacrificio necesitaba para desestabilizar otro gobierno liberal, el de Ernesto Samper, signado por la preeminencia de caciques y barones paradigmas del fenómeno que Galán no pudo derrotar.

Así, la eficacia electoral, mediada por dineros a raudales procedentes de esas fuerzas heteróclitas (irregulares, extrañas, fuera del orden) de las que habla Gutiérrez, se impuso en la década de los 80 sobre la virtud pública. Y lo haría, con mayor arrogancia, pocos años después.

BIBBLIOGRAFÍA
Gutiérrez Sanín, Francisco. (2007), ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia (1958-2002), Bogotá, Grupo Editorial Norma.

Palacios, Marco. (1995), Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875-1994), Bogotá, Grupo Editorial Norma.

(*) Ensayo escrito para la Maestría en Historia de la Universidad del Valle en el año 2009.

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