lunes, 17 de junio de 2013

Análisis. Lo que trae consigo la propuesta guerrerista de Santos


Implicaciones geopolíticas del ingreso

de Colombia a la Otan

Por Atilio Boron (*)
El anuncio del presidente de Colombia Juan Manuel Santos de que “durante este mes de junio suscribirá un acuerdo de cooperación con la Organización del Tratado Atlántico Norte (Otan) para mostrar su disposición de ingresar a ella” ha causado una previsible conmoción en Nuestra América. Lo pronunció en un acto de ascensos a miembros de la Armada realizado en Bogotá, ocasión en la cual Santos señaló que Colombia tiene derecho a "pensar en grande", y que él va a buscar ser de los mejores "ya no de la región, sino del mundo entero".

Continuó luego diciendo que "si logramos esa paz –refiriéndose a las conversaciones de paz que están en curso en Cuba, con el aval de los anfitriones, Noruega y Venezuela‒, nuestro Ejército está en la mejor posición para poder distinguirse también a nivel internacional. Ya lo estamos haciendo en muchos frentes", aseguró Santos. Y piensa hacerlo nada menos que asociándose a la Otan, una organización sobre la cual pesan innumerables crímenes de todo tipo perpetrados en la propia Europa (recordar el bombardeo a la ex Yugoslavia), a Libia y ahora su colaboración con los terroristas que han tomado a Siria por asalto.


Jacobo David Blinder, ensayista y periodista brasileño, fue uno de los primeros en alarmarse ante esta decisión del colombiano. Hasta ahora el único país de América Latina “aliado extra Otan” era la Argentina, que obtuvo ese deshonroso estatus durante los nefastos años de Menem, y más específicamente en 1998, luego de participar en la Primera Guerra del Golfo (1991-1992) y aceptar todas las imposiciones impuestas por Washington en muchas áreas de la política pública, como, por ejemplo, desmantelar el proyecto del misil Cóndor y congelar el programa nuclear que durante décadas venía desarrollándose en la Argentina. Dos gravísimos atentados que suman poco más de un centenar de muertos –a la Embajada de Israel y a la Amia‒ fue el saldo que dejó en la Argentina la represalia por haberse sumado a la organización terrorista noratlántica.

El estatus de “aliado extra Otan” fue creado en 1989 por el Congreso de los Estados Unidos –no por la organización‒ como un mecanismo para reforzar los lazos militares con países situados fuera del área del Atlántico Norte, pero que podrían ser de alguna ayuda en las numerosas guerras y procesos de desestabilización política que Estados Unidos despliega en los más apartados rincones del planeta. Australia, Egipto, Israel, Japón y Corea del Sur fueron los primeros en ingresar, y poco después lo hizo la Argentina, y ahora aspira a lograrlo Colombia. El sentido de esta iniciativa del Congreso norteamericano salta a la vista: se trata de legitimar y robustecer sus incesantes aventuras militares ‒inevitables durante los próximos treinta años, si leemos los documentos del Pentágono sobre futuros escenarios internacionales‒ con un aura de “consenso multilateral” que en realidad no tienen.

Esta incorporación de los aliados extraregionales de la Otan, que está siendo promovida en los demás continentes, refleja la exigencia impuesta por la transformación de las fuerzas armadas de los Estados Unidos en su tránsito desde un ejército preparado para librar guerras en territorios acotados a una legión imperial que, con sus bases militares de distinto tipo (más de mil en todo el planeta), sus fuerzas regulares, sus unidades de “despliegue rápido” y el creciente ejército de “contratistas” (vulgo: mercenarios), quiere estar preparada para intervenir en pocas horas con el fin defender los intereses estadounidenses en cualquier punto caliente del planeta. Con su decisión Santos se pone al servicio de tan funesto proyecto.

A diferencia de la Argentina (que por supuesto debería renunciar sin más demora a su estatus en una organización criminal como la Otan), el caso colombiano es muy especial porque desde hace décadas recibe, en el marco del Plan Colombia, un muy importante apoyo económico y militar de Estados Unidos –de lejos el mayor de los países del área‒ y sólo superado por los desembolsos realizados en favor de Israel, Egipto, Irak y Corea del Sur y de uno que otro aliado estratégico de Washington.

Cuando Santos declara su vocación de proyectarse sobre el “mundo entero” lo que esto significa es su disposición para convertirse en cómplice de Washington, para movilizar sus bien pertrechadas fuerzas más allá del territorio colombiano y para intervenir en los países que el imperio procura desestabilizar, en primer lugar, Venezuela. Es poco probable que su anuncio signifique que está dispuesto a enviar tropas a Afganistán u a otros teatros de guerra. La pretensión de la derecha colombiana, en el poder desde siempre, ha sido convertirse, especialmente a partir de la presidencia del narcopolítico Álvaro Uribe Vélez, en la “Israel de América Latina” erigiéndose, con el respaldo de la OTAN, en el gendarme regional del área para agredir a vecinos como Venezuela, Ecuador y otros ‒¿Bolivia, Nicaragua, Cuba?‒ que tengan la osadía de oponerse a los designios imperiales. Eso, y no otra cosa, es lo que significa su declaración.

Pero hay algo más: con su decisión Santos también pone irresponsablemente en entredicho la marcha de las conversaciones de paz con las Farc en La Habana (uno de cuyos avales es precisamente Venezuela), asestando un duro golpe a las expectativas de colombianas y colombianos que desde hace décadas quieren poner fin al conflicto armado que tan indecibles sufrimientos deparó para su pueblo. ¿Cómo podrían confiar los guerrilleros colombianos en un gobierno que no cesa de proclamar su vocación injerencista y militarista, ahora potenciada por su pretendida alianza con una organización de tintes tan delictivos como la Otan?

Por otra parte, esta decisión no puede sino debilitar –premeditadamente, por supuesto‒ los procesos de integración y unificación supranacional en curso en América Latina y el Caribe. La tesis de los “caballos de Troya” del imperio, que repetidamente hemos planteado en nuestros escritos sobre el tema, asumen renovada actualidad con la decisión del mandatario colombiano. ¿Qué hará ahora la Unasur y cómo podrá actuar el Consejo de Defensa Suramericano, cuyo mandato conferido por los jefes y jefas de Estado de nuestros países ha sido consolidar a nuestra región como una zona de paz, como un área libre de la presencia de armas nucleares o de destrucción masiva, como una contribución a la paz mundial para lo cual se requiere construir una política de defensa común y fortalecer la cooperación regional en ese campo?

Es indiscutible que detrás de esta decisión del presidente colombiano se encuentra la mano de Washington, que paulatinamente convirtió a la Otan en una organización delictiva de alcance mundial, rebalsando con creces el perímetro del Atlántico Norte, que era su límite original. También se advertía la mano de Obama al impulsar, poco después de lanzada la Alianza del Pacífico (tentativa de resucitar el Alca con otro nombre), la provocadora recepción por parte de Santos del líder golpista venezolano Henrique Capriles.

Lo mismo puede percibirse ahora, con todas las implicaciones geopolíticas que tiene esa iniciativa al tensar la cuerda de las relaciones colombo-venezolanas: amenazar a sus vecinos y precipitar el aumento del gasto militar entre ellos, debilitar a la Unasur y la Celac, alinearse con Gran Bretaña en el diferendo con la Argentina por Las Malvinas, dado que esa es la postura oficial de la Otan. Y quien menciona esta organización no puede sino recordar que, como dicen los especialistas en el tema, el nervio y músculo de la OTAN los aporta Estados Unidos y no los otros estados miembros, reducidos al triste papel de simples peones del mandamás imperial. En suma: una nueva vuelta de tuerca de la contraofensiva imperialista en Nuestra América, que sólo podrá ser rechazada por la masiva movilización de los pueblos y la enérgica respuesta de los gobiernos genuinamente democráticos de la región. Esa será una de las pruebas de fuego que tendrán que sobrellevar en las próximas semanas.

(*) PhD Director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (Pled) Buenos Aires, Argentina. Texto tomado de la edición No. 34 de la Revista Izquierda. 

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