La oligarquía obra con odio y les cobra a Lula da Silva y a Dilma Rousseff que hayan intentado hacer cambios de fondo en favor de los más pobres en Brasil. (Foto: blogs.elpais.com). |
Hablemos del golpe, hijo
Todavía los senadores están votando y ya anocheció. Dilma
comenzará a dejar la Presidencia en unas pocas horas. La sesión no acabó, pero
yo tengo unas ganas inmensas de volver a recorrer con mis lágrimas y con mi
bandera roja aquella arena blanca y aquel cielo milagroso que nos acarició cuando
a ti todo eso te parecía quizás simplemente mágico. Vení, vayamos juntos otra
vez. No prometo ahora cargarte sobre mis hombros. Pero si te prometo, hijo
querido, estar a tu lado, aprendiendo de nuevo a luchar, aprendiendo de nuevo a
soñar.
Por Pablo Gentil (*)
Son las cuatro y
media de la madrugada. Me despierto ansioso, angustiado y con una profunda
sensación de impotencia. Tengo ganas de salir corriendo, de gritar por la
ventana, de acurrucarme en un rincón, de hacerme invisible, de ponerme a llorar.
En casa, por ahora, todos duermen. He dado vueltas y más vueltas. La cama,
estos días, me ha parecido una montaña rusa, más bien un abismo, el borde
afilado de un acantilado infinito. Y yo estoy del lado del vacío, queriendo
llegar a tierra firme, allí, a pocos centímetros, inalcanzable. Sé que si miro
hacia abajo, caeré. Mejor, ignorar que mis pies descansan en un inmenso
precipicio. Pienso en vos, hijito querido. Pienso en tantos compañeros y
compañeras, amigos entrañables de estos 25 años que llevo en Brasil. Pienso que
no puedo, que no podemos iniciar este día de la infamia, de la ignominia y de
la vergüenza mostrando desazón o desconcierto. Pienso que no puedo, sé que no
quiero, que este sea el primer día de nuestra derrota, sino el primero de nuestra
próxima victoria.
Quiero y necesito
escribirte esto antes de que termine una jornada que será recordada como una de
las más funestas y deshonrosas de la historia democrática de América Latina: el
día que derrocaron a Dilma Rousseff sin otro argumento que la prepotencia de la
mentira, sin otro mecanismo que la infamia, sin otro objetivo que seguir
haciendo de Brasil una tierra de privilegios, de abusos y de impunidad. Sé que
no necesito explicarte nada, que a tus dieciocho años ya sabes muy bien qué está
pasando en este país que por ser tuyo, se volvió entrañablemente mío, aunque a
veces no entiendas cómo, después de tantos años, aún sigo sin aprender a
pronunciar ciertas palabras en portugués.
Cuando naciste, yo
llevaba siete años en Brasil. Sin embargo, mientras fuiste creciendo comencé a
comprender que uno nace en un país, pero a veces renace en otro. Y que verte
crecer, que tener la infinita dicha de haber compartido contigo estos años, ha
hecho, entre otras cosas, que Brasil se me incrustara en la piel, que me
tatuara indeleble una de sus tantas identidades, la dignidad, ésa que no le da
chances a la adversidad porque sabe que al pesimismo lo inventaron los
poderosos, para seguir haciendo de las suyas. Vos hiciste que Brasil se me
incrustara en el corazón, brindándome esa generosidad cosmopolita que suelen
tener las islas y no los continentes, esa solidaridad que hoy parece tan
lejana, tan ajena. Hoy, me siento un brasileño viviendo en un país extraño e
irreconocible, distante, indescriptible.
Todos (o casi
todos) tienen una patria. Yo tengo la suerte de tener dos. Con vos me hice del
Brasil de la solidaridad, del Brasil de la lucha por la justicia, por la
libertad y por los derechos negados históricamente a las grandes mayorías. El
Brasil de los que no se resisten a aceptar la derrota del bien común, el Brasil
de los da Silva, el Brasil de los que nacieron sin otra cosa que sus
manos y la propiedad de sus principios, sin otra cosa que su trabajo y la
valentía necesaria para reconstruir una nación que casi siempre los ha tratado
con desdén, un país en el casi siempre ha triunfado la infamia, que los ha
estigmatizado y humillado, que los ha despreciado e ignorado. El Brasil de los
Joãos y de las Marías, el Brasil de esos a los que nunca los dejan hablar porque
se supone que no tienen voz, que no saben qué decir o que simplemente no
existen porque nadie los escucha gritar. El Brasil de los que, a esta hora,
cuando aún no amaneció, no escriben como yo sus impotencias, sino que se están
yendo a trabajar, como cada día, desde hace tantos años y desde tan temprano en
la vida, sabiendo que podrá faltarles hasta la comida para alimentar a sus
hijos, pero nunca eso que siempre les faltará a los dueños del poder y de la
palabra: la dignidad
necesaria para mirar al futuro sin sentir vergüenza.
Quiero escribirte
porque creo necesario que compartamos un esfuerzo común para entender lo que
pasó. Lo que le pasó al país y lo que pasó con nosotros. Habrá, ciertamente,
que registrar los hechos, la secuencia de acontecimientos que se precipitaron
en los últimos meses, muchos de ellos sorprendentes y otros aburridos,
soporíferos, de tan repetitivos y monótonos. Esto será algo necesario e
imprescindible, es verdad. Sin embargo, creo que también deberemos hacer un
esfuerzo muy grande, y seguramente muy doloroso, para comprender cuáles fueron
las causas que nos condujeron hasta aquí. La reflexión y el conocimiento son
fundamentales para la lucha política. Pero la revisión de nuestras acciones, el
análisis sin indulgencias de lo que nosotros mismos hemos sido capaces o
incapaces de hacer para evitar ciertas derrotas, es absolutamente
imprescindible para iniciar las luchas que vendrán, sin que se repitan las
tragedias y las farsas de la historia que nos tocará vivir.
El conocimiento y
la crítica son herramientas políticas. Si no las aplicamos a nosotros mismos,
correremos el riesgo de vivir tiempos aún más sombríos. Hoy, después de lo que
será una jornada de hipocresía e infamia, después que el Senado de Brasil haya
dado inicio a la destitución de Dilma Rousseff, deberemos pensar
colectivamente, de forma urgente, abierta y sin concesiones, por qué ocurrió
todo esto.
Los últimos 35
años de la historia brasileña estuvieron marcados por el protagonismo y el
liderazgo que el Partido de los Trabajadores (PT) tuvo en las grandes
conquistas democráticas de un país que salía de una de las dictaduras más
largas de América Latina. No ha sido sólo el PT el responsable de estos grandes
logros, es verdad. Pero sin el PT, sus luchas, sus dirigentes, sus militantes
y, particularmente, dos grandes organizaciones como la Central Única de los
Trabajadores (CUT) y el Movimiento Sin Tierra (MST), no pueden comprenderse e
interpretarse las marchas y contramarchas que vivió la democracia brasileña en
las últimas décadas.
La llegada de Luiz Inácio Lula da Silva a la presidencia
de la república, en enero de 2003, fue el resultado y la cristalización de un
avance significativo en el proceso de democratización vivido por Brasil desde
el fin de la dictadura militar, a mediados de los años 80. Así mismo, y contra los pronósticos prejuiciosos y
descalificadores de quienes pensaban que el destino de la mayor nación
latinoamericana no podía estar en las manos de un tornero mecánico de origen
campesino y sin estudios universitarios, Lula transformó a Brasil es una nación
con un inmenso reconocimiento internacional, con un potencial económico y con
un desarrollo social nunca antes visto en la historia del país. La sociedad
brasileña vería por primera vez a su patria transformarse en una potencia
mundial con espacio, prestigio y no poca admiración en el escenario global,
gracias a la combinación de políticas de inclusión social que sacarían a
millones de seres humanos de la pobreza extrema, acabarían con el flagelo del hambre,
multiplicarían el acceso a derechos fundamentales históricamente negados y
promoverían una distribución de la riqueza sin precedentes en el continente.
Una nación que haría valer su posición estratégica en un nuevo escenario
mundial, sin repetir la histórica subordinación a los intereses
intervencionistas norteamericanos, y ampliaría el horizonte del
multilateralismo, apoyando un fuerte proceso de integración latinoamericano.
Por primera vez, una fuerte y activa relación económica, política y científica
con los países africanos, eternamente despreciados por la diplomacia dominante
brasileña.
No deja de ser
curioso que este impresionante avance de Brasil durante la última década sea,
en nuestro propio país, o bien desconsiderado o bien atribuido a la fortuna de
haber vivido una coyuntura económica excepcionalmente favorable con el alta del
precio de las commodities,
en particular, del petróleo, de los minerales de hierro, de la soja y de otros
insumos primarios, base de las exportaciones brasileñas. Brasil no cambió su
matriz productiva ni tampoco su estructura tributaria, un grave problema para
el presente y para el futuro del país, pero sí transformó de manera radical la
forma de distribuir los excedentes, de definir las prioridades de inversión del
fondo público y de establecer sin matices quiénes debían estar en el centro de
las prioridades del presupuesto nacional: los pobres y las necesidades
acumuladas por una deuda social endémica.
Yo sé que tú reclamas y que dices con razón que no
hicimos la revolución que tantas veces prometimos. Pero nuestro gobierno, el
gobierno de los que luchamos por más justicia social, por avanzar en los
procesos de construcción de igualdad y de ampliación de la ciudadanía, de mayor
libertad, de autonomía y de participación democrática; en definitiva, el
gobierno de la izquierda, hizo que en poco menos de una década, Brasil dejara
de comportarse como una nación indiferente a las demandas, necesidades y
derechos fundamentales del pueblo; que Brasil dejara de mostrarse como una
nación subalterna, colonial y dependiente ante los Estados Unidos y las demás
potencias imperiales del planeta; que se plantara ante el mundo como una nación
responsable, soberana y fundamentalmente dispuesta a revertir la herencia de
exclusión, miseria y abandono que cargaban sobre sus espaldas los sectores
populares urbanos, los campesinos y las campesinas, la población negra, las
clases medias emergentes y la población indígena.
No fue una
revolución, o quizás sí, aunque diferente a la que alguna vez habíamos
imaginado. Cuando Lula asumió la presidencia, en su histórico discurso del 1 de
enero de 2003, dijo que su sueño era vivir en un país donde la gente comiera al
menos tres veces por día. Para aquellos a los cuales comer nunca ha sido una
necesidad y, además de hacerlo, ejercitan sin reparos su derecho a la
glotonería, quizás les resulte una trivialidad populista luchar por el “hambre
cero”. A la izquierda convencida de que al nirvana de la revolución sólo se
accede después de aniquilar a la burguesía y de derrotar definitivamente al
capitalismo, quizás luchar contra el hambre le parezca muy poco heroico. Pero
te aseguro que a los más de 50 millones de brasileños y brasileñas para los
cuales tener un empleo se volvió un derecho, acceder a la escuela, a una
vivienda digna o a una atención médica básica una posibilidad efectiva, para
ellos, hijo querido, lo que estaba ocurriendo en Brasil constituyó algo
absolutamente extraordinario e inédito. Yo, por cierto, no creo que sólo eso
haya sido importante, sino también que los más pobres no hayan creído que todo
esto ocurría gracias a la generosidad de un Dios, de un caudillo salvador o de
un oligarca paternalista, sino por obra de la política y de un Estado que, por primera vez,
los reconocía en su condición de ciudadanos y ciudadanas. Sé que esto no es la
revolución que siempre soñamos. Aunque espero que no se transforme en la única
revolución que vos y tu generación se propongan realizar en un país que parece
ahora empecinado en regresar al pasado, en repetir su historia de injusticia y
de desprecio hacia los más pobres.
Brasil se
transformó y, aunque aún de manera incipiente, comenzó un proceso de
modernización social. El mundo lo reconoció y comprendió que, sin ninguna
sombra de dudas, el gran arquitecto de este cambio habían sido Lula y el
Partido de los Trabajadores.
Pero nadie es
profeta en su tierra, ya lo sabemos. La derecha brasileña odia a Lula; lo
odiaba antes de ganar las elecciones en el 2002; y lo odió durante y después de
sus dos mandatos presidenciales. Lula sabe que la derecha lo detesta y que
expresa su desprecio hacia él y hacia las conquistas de sus gobiernos a través
de las organizaciones en las que actúa: obviamente, los partidos conservadores,
las corporaciones empresariales, algunas de las iglesias evangélicas
inquisidoras y corruptas, así como sectores de los medios de comunicación, de
la justicia y de las fuerzas de seguridad. No lo odian sólo por ser de izquierda o porque pertenece
a un partido socialista que transformó la izquierda latinoamericana. No. Lo
odian porque amplió derechos y multiplicó oportunidades de desarrollo,
bienestar y progreso social a millones de brasileños y brasileñas que habían
nacido en un país que los quería callados, silenciados, sumisos, invisibles. Lo
odian por haber llegado al poder y no haberse transformado en uno más del
inventario de dictadores, mediocres, cobardes, incompetentes, mentirosos,
pusilánimes y traidores que compone buena parte de la galería de presidentes de
Brasil desde la proclamación de la república.
Lo que ciertos
sectores de la izquierda más dogmática no entienden es cómo la derecha y los
grandes grupos económicos odian tanto a Lula si, en definitiva, su programa de
reformas sociales no interfirió en las estrategias dominantes de acumulación y
reproducción de capital durante la última década. Los más ricos no dejaron de
ganar durante los últimos años; algunos ampliaron sus fortunas y los niveles de
desigualdad, aunque disminuyeron levemente, no cambiaron la estructura
profundamente injusta de distribución de la riqueza, el poder y los beneficios.
Lo que esta izquierda supone es que porque Lula no desestabilizó, sino más bien
fortaleció, las bases de sustentación del capitalismo vernáculo, el poder
económico, los grandes monopolios de prensa o la misma oposición política
conservadora deberían rendirle culto. No te voy a pedir a vos que hagas lo que
yo, cuando tenía tu edad, fui incapaz de hacer, aunque me gustaría advertirte
que siempre desconfíes de las explicaciones políticas o sociológicas que te
parezcan muy simples, de los análisis en los cuales no identifiques ninguna
curva, ningún espacio a la duda. La izquierda dogmática se equivoca aquí como
se equivoca casi siempre, en Brasil y en todos lados.
La derecha no
lucha sólo para que no se cuestionen sus intereses; no lucha sólo para no dejar
de ganar, ni para seguir acumulando más riqueza, ni para mantener
imperturbables sus intereses. Lucha por algo más: para que ninguna política
acabe desestabilizando o poniendo en riesgo, mediante la ampliación de las
oportunidades y de los derechos de los más pobres y excluidos, las estructuras
de poder sobre las que se sustenta un sistema injusto y desigual que les
pertenece y que no piensan cambiar. No se trata sólo del capitalismo, se trata
del capitalismo que se practica en los trópicos, el capitalismo salvaje, incapaz,
incluso, de convivir con una democracia que sea algo más que el mercadeo de
votos entre candidatos insípidos y obedientes. Cuando la democracia produce
resultados democráticos, cuando sirve para afirmar derechos ciudadanos, en
América Latina, esa democracia se cancela y surgen los golpes de Estado. Ahora,
sin la presencia de los militares. Como en una cacería, sólo se trata de
esperar el momento justo. La democracia está bajo el asedio de los poderes que
pretenden transformarla en una mueca de lo que debería ser, una caricatura
grotesca sin contenido ni adjetivos que la doten de sentido y de horizonte. La
clase dominante se ha convencido de que si a la democracia no puedes vencerla,
debes vaciarla. Transformarla en algo que sea despreciable, innecesario, en un
concierto de procedimientos alejados de la realidad de la gente. Inservible
como la plataforma mínima desde la cual soñar e imaginar un mundo más justo,
más libre e igualitario. Una democracia que, en definitiva, no le interese a
nadie. Una democracia anoréxica, sin ninguna gracia, fútil, frívola,
insignificante.
Si te opones a
esto, enfrentarás al poder. Y ese campo político que se llama izquierda, nació
para hacer nada más ni nada menos que esto, enfrentarlo.
Por eso lo odian a
Lula y harán todo lo que esté a su alcance para acabar con él. No se trata de
una persona. Se trata de un proyecto, de una utopía, de una esperanza en juego.
No es un hombre, es un horizonte. No es Luiz Inácio el que los aterroriza, son
los Lulas que están por llegar.
Y a vos y a tu
generación les cabrá inventarlos.
Sí, ya sé. Imagino
tu cara de fastidio al leer esto. Me vas a decir que sólo sé hablar de Lula,
contar sus historias y relatar las hazañas de su gobierno. Pero que la
presidenta hasta hoy era Dilma, y que “nuestro” gobierno, no iba nada bien.
Es verdad. El
segundo mandato de Dilma comenzó con un gran equívoco estratégico, en un
momento en el que las condiciones políticas y económicas habían cambiado
significativamente. Después del estrecho resultado electoral que le dio la
victoria en octubre de 2014, el gobierno se transformó en el abanderado de una
mayor disciplina fiscal, abandonó los mecanismos participativos y consultivos
de la política pública creados durante la gestión de Lula, y promovió un
acercamiento estrecho a las perspectivas y enfoques de los que asesoran,
interpretan y determinan los humores del mercado. Puso para esto, al frente del
ministerio de economía, un eximio neoliberal y le dio carta blanca para avanzar
en una severa política de ajuste fiscal. Si la estrategia era ganar amigos, los
perdió por todos lados. La derecha la corrió por izquierda, la izquierda no
supo para dónde correr y la promesa de que era posible cortar drásticamente el
gasto público sin tocar los programas sociales, no se la creyó casi nadie.
Dilma Rousseff
siempre ha sido una excelente administradora, una militante inquebrantable y
una luchadora valiente. Es, además, una inmensa persona, dura, exigente, pero
generosa, comprometida y entregada de cuerpo y alma a la construcción de un
Brasil más justo, más democrático e igualitario. El desprecio que se ha
desatado estos meses sobre ella es mucho más que un rechazo a los rumbos
asumidos por su nuevo mandato. Es una reacción que se explica en el marco de un
emergente fascismo social y desde un ensordecedor ejercicio de misoginia, de
machismo descontrolado, de pura humillación por el sólo hecho de ser mujer. Sí,
es verdad, probablemente, si fuera hombre también la estarían hoy destituyendo.
Pero no creo que si fuera hombre hubiéramos visto multiplicarse las más
diversas formas de desprecio que desde el parlamento, algunos medios y ciertos
inquisidores evangélicos, han manifestado estos días con la más absoluta impunidad.
No es casual que
en el Congreso brasileño la representación de mujeres haya tendido a disminuir
y que algunas de las pocas que ocupan cargos lo hagan en representación de sus
maridos, también políticos profesionales. Tampoco es casual que casi no haya
negros, y menos aún mujeres negras, o indígenas, y menos aún mujeres indígenas,
o jóvenes, y menos aún mujeres jóvenes. Es escandaloso que ese parlamento
misógino, machista e inundado de prejuicios, donde la Biblia es más citada que
la Constitución, tenga a la mitad de sus miembros procesados por corrupción y
que quién contaba los votos a favor de la destitución de Dilma haya sido
condenado por trabajo esclavo, siendo presentado a la sociedad como un gran
defensor de la democracia.
Dilma Rousseff consolidó
y amplió las reformas sociales de los dos primeros gobiernos del PT. Su
política de atención sanitaria con el programa “Más Médicos”; su innovador y
amplio programa de viviendas populares “Mi casa, mi vida”; su programa de obras
públicas y de infraestructura; su política educativa, focalizada en la
educación técnica y profesional, pero también con un amplio desarrollo de la
política científica y del programa “Ciencias Sin Fronteras”, que llegó a ser la
más amplia iniciativa mundial de internacionalización de estudiantes,
constituyeron hitos de la mayor relevancia en el desarrollo de una política de
inclusión social y de promoción de la ciudadanía.
Vos ahora, hijo
mío, estás preparándote para ingresar a la universidad. Hace 12 años atrás,
Brasil tenía cerca de tres millones y medio de estudiantes universitarios. Hoy,
estamos llegando a casi ocho millones. En una década se duplicó la matrícula
universitaria. Poquísimos países del mundo lograron esto en tan poco tiempo. Y Brasil lo logró porque hubo una decisión
política fundamental: permitir que miles y miles de jóvenes de sectores
populares, hijos e hijas de trabajadores, empleadas domésticas, campesinos y
campesinas, jóvenes de comunidades indígenas y, particularmente, jóvenes negros
y negras, entraran por primera vez a la educación superior. Brasil tiene hoy un
sistema universitario mucho mejor que hace una década atrás. Y es mucho
mejor, porque es mucho más justo y democrático, aunque todavía haya tantas
cosas que debamos hacer para mejorar nuestras universidades.
Las élites nunca
perdonan a los que democratizan el acceso a la universidad, esa institución que
siempre han considerado su propiedad y privilegio. A las élites no les gusta
que les cuestionen su derecho sobre lo que creen que les pertenece, aunque se
lo hayan robado.
Dilma podrá
haberse empeñado en hacer un plan económico que no asustara a los sectores del
poder oligárquico nacional, a los especuladores internacionales (que se hacen
llamar “inversores”) y a los que publican sus opiniones haciéndolas pasar por
las de la opinión pública. Sin embargo, tampoco a ella le perdonaron
implementar un programa de atención primaria a la salud que, ante la baja
respuesta de los médicos brasileños, haya traído médicos de Cuba, de España y
del resto de América Latina. No le perdonaron que haya dado el derecho a una
vivienda digna a familias que, según parece, deberían sólo haber tenido la
oportunidad de vivir en casas de cartón y chapa, amontonadas, corriendo el
riesgo de morir enterradas por el lodo después de la primera lluvia de verano.
Dilma pudo haber puesto al ministro más neoliberal del mundo, pero jamás le
perdonarán que haya osado a sacar a los pobres del lugar en el que siempre les
ha tocado estar.
¿Por qué se
produjo el impeachment,
que los senadores están votando mientras escribo estas líneas? Eso quizás, ya
lo sabe casi todo el mundo. La oposición encontró la forma de sumar a un
partido aliado del gobierno a su avanzada golpista. Así, el PMDB, un partido
que siempre ha estado en el poder en los últimos 30 años, adhirió sin reparos
al golpe institucional, sabiéndose su principal beneficiario.
El PT se había
aliado al PMDB y a otros partidos conservadores, posibilitando las
articulaciones que le permitirían llegar al poder en las elecciones del 2010.
Dicen que si no lo hubieran hecho, no hubieran ganado, lo cual, al menos en la
elección de 2014, es altamente plausible que hubiera sido así. La democracia es
siempre estrategia de alianzas y el que quiere ganar, debe negociar. Pero
negociar tiene sus riesgos, especialmente, si negociamos con un partido venal,
plagado de corruptos y cuya más rutilante virtud democrática ha sido practicar
el oportunismo, tratando de estar siempre, y en cualquier circunstancia, cerca
del poder. Bajo el impulso avasallador del PT para ganar las elecciones de
2010, Michel Temer integró la fórmula presidencial con Dilma Rousseff. El PMDB
alcanzaría así una inmensa influencia en el tercer mandato petista. Las
elecciones de 2014 encontraron al PMDB dividido y a un sector del partido,
encabezado por el propio Temer, dispuesto a no correr el riesgo de perder los
espacios conquistados. La alianza con el PT se mantuvo.
Las alianzas, hijo
querido, son el gran misterio de la democracia. La gran oportunidad, la gran
trampa. Sin alianzas es imposible llegar al paraíso, al edén del poder. Pero
nunca olvides que el camino del infierno está tapizado de alianzas que han
fracaso y de pactos que nunca se cumplieron. Ya en el siglo XVII, el cardenal
Jules Mazarin alertó que el arte de la política es el arte de la traición.
Desde entonces, hasta hoy, hay quienes luchan para cambiar la política,
inventando una nueva forma de acción colectiva y de administración de lo que
nos pertenece a todos, de lo público, de lo común, una política edificada sobre
otros valores y otras prácticas. El PT fue el partido que a muchos de mi
generación nos enseñó que esto era posible. No creo que lo hayamos logrado. O
quizá, apenas empezamos.
Lo que resulta
llamativo es que todavía haya algunos que se sorprendan o se indignen porque
Temer haya traicionado a Dilma, una vez que el conjunto de la oposición, con la
indiferencia del Supremo Tribunal Nacional, haya encontrado la llave de cofre
de la felicidad y, simplemente, inventado un delito para dar inicio al proceso
de impeachment que licenciará a Dilma de la
presidencia en las próximas horas. Temer no se transformó en un “traidor” ante
la eximia oportunidad de llegar a la presidencia sin haber sido elegido a tal
fin. No. Aquí, la ocasión no hace al ladrón. El PT necesitaba a Temer y al PMDB
para ganar las elecciones nacionales de 2014. Y el PMDB y Temer necesitaron un
año y cuatro meses del gobierno de Dilma Rousseff para arrebatarle el cargo.
Que haya sido a partir de una mentira, de un artificio seudo jurídico, de una
patraña o de un gran fiasco, eso a pocos le importa. Es la magia de la mayoría.
Si 367 diputados dicen que hubo delito y 137 dicen que no lo hubo, lo que hubo
fue un delito. Quizás lo único bueno de ese domingo fatídico en el que los
diputados brasileños dieron inicio a la destitución de Dilma, fue conocerle la
cara a esos diputados, muchos de los cuales siquiera tuvieron votos, pero están
ahí por la lógica del arrastre de candidatos estrellas. Si le doy mi voto, por
ejemplo, al Payaso Tiririca, también le daré mi voto a un secreto e ignoto
conjunto de candidatos bastante más patéticos que el propio Tiririca, los que
se elegirán con 20 o 30 votos. Quizás todo le importa un comino al que vota por
el Payaso Tiririca. No siempre la democracia parece más seria que una buena
sesión de circo.
¿Por qué había que
confiar en Michel Temer?
Un proverbio
africano dice que la historia no la escriben los leones, sino los cazadores.
Temer surgirá de las cenizas de su hasta ahora mediocre, deslucido y banal
ejercicio del poder. Una presencia sombría en Brasilia que sólo concitaba el
esporádico interés de las revistas de vanidades. Hasta hace algunas pocas
semanas, tenía tanta cara de listo como el ex presidente argentino Fernando de
la Rua. Hoy, parece Franklin Delano Roosevelt.
El poder y la
prensa hacen milagros, hijo mío.
¿Machismo? Una
mujer que ejerce sus funciones de mando con firmeza y no se deja avasallar por
la adversidad, suele ser motivo de desprecio por parte de empresarios,
políticos y periodistas misóginos que no perderán la oportunidad de realizar
bromas, hacer circular rumores o inventar historias sobre su sexualidad. Así
fue tratada Dilma desde que asumió su primer ministerio en el gobierno de Lula,
más de diez años atrás. Sin embargo, ahora todo cambió. Temer está casado con
una mujer rubia, 43 años más joven que él, “muy femenina”, según la describen,
y sin otra ambición personal que cuidar del hogar. Él, un hombre vigoroso,
potente, promediando los 80 años, pero vital en su capacidad reproductiva. Ella,
tan de su casa, prolífera, atenta, disciplinada, sabiendo ocupar su lugar. Una
pareja perfecta. La pareja que Brasil necesita para salir de la crisis.
Hasta hace pocas
semanas, Michel Temer parecía menos seductor que el Increíble Hulk. Hoy, parece
George Clooney.
El poder, la
misoginia y el Photoshop hacen milagros.
Michel Temer no es
Frank Underwood, aunque en Brasilia se vive la teatralización amazónica de House of Cards, con
Chespirito y Cantinflas.
Pero bueno, perdón
hijo, creo que me desvié de lo que, en definitiva, te quería decir. Lo que
pretendo explicarte es que no hubo improvisación, ni espontaneidad, ni suerte
inesperada. Hubo un plan: acabar
con el gobierno de Dilma y con el PT. Un plan que seguirá su curso una
vez que la presidenta haya finalmente sido destituida. Un plan que no concluirá
hasta que puedan, definitivamente, impedir que Lula llegue a la presidencia de
la república por el voto popular en el 2018. En esta línea seguirán las
cuestionadas investigaciones del juez Sérgio Moro, del Fiscal General, Rodrigo
Janot, y de todo aquel funcionario, político, delincuente o delator que
pretenda aspirar al Golden
Globe de la justicia
brasileña: mostrar que Lula es corrupto.
Sí, ya sé: la
corrupción. Llegué hasta aquí sin mencionar hasta ahora la palabra
“corrupción”. Y no es porque haya querido esquivar el asunto que hoy, para
muchos, dentro y fuera de Brasil, explica por qué Dilma está siendo destituida.
El sistema
político brasileño está infectado de corrupción. No es la corrupción una anomalía.
Es uno de sus elementos constitutivos. Es lo que mueve buena parte de los
intereses, de las relaciones, de las influencias y de las preferencias de un
número significativo de representantes del pueblo, de funcionarios públicos, de
jueces y fiscales, de miembros de las fuerzas de seguridad pública y,
especialmente, del mundo de las grandes corporaciones. Claro que hay políticos,
diputados, funcionarios, jueces, fiscales, policías, militares y empresarios
honestos. Pero la corrupción es uno de los combustibles que acciona el sistema.
Y quizás el principal error que hayamos cometido en la izquierda brasileña y
latinoamericana, durante estos últimos años, ha sido no ponernos al frente, a
la vanguardia como nos gusta decir a nosotros, del
combate a la corrupción. De hacerlo cortando de raíz cualquier responsable de
corrupción entre sus filas, duela donde duela, sin dejar nunca de emitir
señales claras acerca de qué lado estábamos. Nuestro apoyo a una reforma
política que ponga en evidencia que el actual sistema político-partidario
promueve la promiscuidad entre el mundo privado, el de los negocios y el de los
intereses públicos, debería haber sido mucho más explícito y determinado.
Tendríamos que
haberlo hecho sin miedo y, especialmente, sin culpas. No para convencer a los
corruptos que existen dentro o fuera de la política, a los que operan dentro o
fuera de la justicia, a los que actúan dentro o fuera de las corporaciones.
Había que hacerlo por nuestro compromiso con los sectores populares, con las
clases medias, con la gente que, en este país y en todo nuestro continente,
trabaja honestamente y construye su dignidad cotidiana sin cometer ningún
delito. La inmensa mayoría de las personas que conforman nuestras naciones son
ciudadanos y ciudadanas honorables y buenas. Los dirigentes de izquierda,
cuando se dejan de parecer a ellas, comienzan a parecerse a los empresarios, a
los políticos, a los jueces y a los policías cuyo comportamiento corrupto
aspiramos a combatir.
El PT ha sido el
partido brasileño que, desde el inicio del primer gobierno Lula y durante los
dos mandatos de Dilma Rousseff, más ha combatido la corrupción. Se trata de un
hecho objetivo, concreto e irrefutable. Nunca se han investigado tantos casos
de corrupción; nunca la justicia y la policía federal han tenido tanta
autonomía; nunca tanto dinero robado ha sido recuperado para los cofres
públicos. No creo que esto deba ser considerado un mérito, a no ser que lo
comparemos con el débil desempeño en la lucha contra la corrupción por parte de
los gobiernos anteriores.
El problema es
que, en América Latina, cuando a la corrupción no se la combate, se vuelve
imperceptible. Y, por el contrario, cuanto más se la combate, más parece
presente y más parece invadirlo todo.
Es lamentable que
el gobierno haya pensado que sin un relato de lo que estaba pasando, la gente
entendería por ósmosis (o porque se habían hecho buenas políticas sociales) que
el PT era el principal partido involucrado en el combate a la corrupción. Y como el
relato no lo hizo el gobierno, lo hizo la oposición. Se dijo y buena parte de
la sociedad así lo creyó: la
corrupción viene del PT y erradicarla supone sacarse de encima su gobierno.
¿Podremos
demostrar ahora que esto es falso?
Seguramente, será
difícil, pero habrá que intentarlo. No es éste, hijo mío, el único gran desafío
que tendremos por delante. Deberemos enfrentar un gobierno neoliberal cuya
composición y estructura constituirá un enorme retroceso en la historia
democrática de Brasil. Gobernarán ahora los que perdieron las elecciones
nacionales hace menos de dos años atrás. Los mercados, la prensa dominante y
las oligarquías los apoyan firmemente. Un amplio sector de la sociedad, cansada
de la crisis, quizás también. No habrá que ser muy imaginativos para sospechar
el escenario que se aproxima: pérdida de derechos, retroceso en las reformas
democráticas, reducción de los espacios de participación, privatización de la
esfera pública, criminalización de la protesta social y exacerbación de la
intolerancia. Es la historia que se repite, esta vez, en su condición de farsa.
En los noventa, el neoliberalismo llegó al poder de la mano del apoyo popular.
Hoy, regresará apoyado en las muletas del golpe. No creo que la falta de
dignidad, ni la decadencia ética sean sentimientos que le quiten el sueño a
gran parte de los funcionarios del nuevo gobierno.
Entre tanto, la
gravedad del momento que estamos viviendo no puede dejarnos espacio a la
congoja, a la angustia o al desconcierto. Lloraremos nuestras lágrimas en
silencio, y deberemos reponernos lo más rápido posible para luchar las luchas
que debemos aún luchar. Hoy es un día de infamia para la democracia en Brasil y
en América Latina. Pero de nosotros dependerá, en buena medida, que mañana deje
de serlo. Habrá que juntar los restos de la batalla perdida y seguir adelante
con dignidad y esperanza, con convicción y valentía. Las banderas de la lucha
por la justicia social y la libertad humana, la lucha por la igualdad y el bien
común, siguen exigiendo que las alcemos con orgullo y de forma decidida. Dicen
los zapatistas, hijito querido, que las banderas existen cuando existen las
manos que las hacen flamear, cuando existen las manos que las cargan para
hacerlas brillar. Nuestras banderas necesitan muchas manos dispuestas a izarlas
nuevamente y a luchar por ellas. Convencer a cada vez más y más personas, a los
jóvenes y a los no tan jóvenes, de que esta es una lucha justa y necesaria,
será uno de las grandes batallas que deberemos librar. La lucha por un mundo
mejor empieza aquí y empieza ahora, construyendo un Brasil mejor.
Yo me formé
políticamente en la lucha contra la dictadura y luego en las dinámicas de
movilización que acompañaron el proceso de transición democrática en la
Argentina de los años 80. Aquí en Brasil, muchos jóvenes como vos, se formaron
políticamente en la lucha por las “diretas já”, exigiendo su derecho
inalienable de elegir sin mediaciones al presidente que debería gobernar los
destinos de la nación.
Vos naciste a la
militancia en la lucha contra la destitución injusta de una presidenta honesta
y valiente, democráticamente elegida por el voto popular.
Yo aprendí a
militar exigiendo que la democracia que nos habían robado, regresara y fuera el
marco desde el cual disputar el modelo de sociedad que queríamos para ese nuevo
país que estaba naciendo. Vos estás aprendiendo a militar exigiendo que no nos
roben la democracia que tanto sufrimiento, muertes y dolor nos costó
conquistar.
Alguna vez,
Eduardo Galeano dijo que la única cosa que se construye de arriba hacia abajo
son los pozos. El resto, y especialmente, el resto de las cosas por las que
vale seguir viviendo, se construyen de abajo hacia arriba. Nuestro futuro es
una de ellas.
Estos días
recordaba aquella noche de octubre del 2002, cuando Lula se consagró presidente
de la república ante el sucesor de Fernando Henrique Cardoso, José Serra.
Salimos a caminar junto a un mar de gente, vos, tu mamá y yo por la playa de
Copacabana. El cielo estaba nublado de estrellas. Las banderas rojas y las
lágrimas de emoción dibujaban serpentinas de esperanza en los rostros y en los
cuerpos de miles y miles de brasileños y brasileñas que estaban dispuestos,
ahora sí, a inventar una nueva nación. Yo te llevaba sobre mis hombros y no
dejaba de repetir que, después de tu nacimiento, ése era, sin lugar a dudas, el
día más feliz de mi vida.
Todavía los
senadores están votando y ya anocheció. Dilma comenzará a dejar la presidencia
en unas pocas horas. La sesión no acabó, pero yo tengo unas ganas inmensas de
volver a recorrer con mis lágrimas y con mi bandera roja aquella arena blanca y
aquel cielo milagroso que nos acarició cuando a ti todo eso te parecía quizás
simplemente mágico. Vení, vayamos juntos otra vez. No prometo ahora cargarte
sobre mis hombros. Pero si te prometo, hijo querido, estar a tu lado,
aprendiendo de nuevo a luchar, aprendiendo de nuevo a soñar.
(Escrito entre
la madrugada y la noche del 11 de mayo de 2016, un día infame).
(*) Nació
en Buenos Aires y desde hace más de 20 años ejerce la docencia y la
investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre
reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro
Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial. Es Secretario
Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y profesor
de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (Uerj). Coordina el Núcleo de
Política Educativa de la Universidad Metropolitana de la Educación y el Trabajo
(Umet) y el Observatorio Latinoamericano de Políticas Educativas (Umet/Flacso/Uerj).
FUENTE:
Publicado el
Jueves 12 de mayo de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario