lunes, 31 de marzo de 2014

Crónica. La historia de la búsqueda apasiona de un libro


Hiroshima

“Los libros dan unas vueltas muy raras, le dije. Se las arreglan para llegar a su dueño cuando es el momento. Ni antes ni después”.

Por Álvaro Castillo Granada
Para Juan Gabriel Vásquez y Andrés Ospina
 Ahí estaba, en medio de cientos de libros, sobre una mesa de madera oscura con un cartel blanco, al frente, que anunciaba: “1X3.000 2X5.000”.

No lo reconocí. Él fue el que me encontró. No lo podía ver porque estaba de lomo y este jamás lo había visto. Sólo su cara, una vez, hace siete años. En la Plaza de Armas de Santiago de Chile, un domingo en la mañana, bajo un cielo gris, huidizo, guardado y sellado en una bolsa transparente. Sobre él un precio inalcanzable. De reliquia. Esos que no se alcanzan a pagar y postergan la cita definitiva con el libro que nos está aguardando. Miré asombrado la carátula: “Hiroshima, John Hersey, Zig – Zag, Fabricación chilena”.


“De manera que hay una edición vieja… anterior a la que le conseguí a Eligio…”, fue lo primero que pensé. No había forma de saber la fecha de publicación pues la bolsa protectora ahuyentaba cualquier exploración.

   -¿Sabe de cuándo es este libro?, le pregunté al librero (algo desdentado entre otras cosas).

-Puh… No sé… Es muy viejo…

-Me imagino.

Ese fue todo el diálogo. Lo observé por última vez tratando de guardar en mi memoria su carátula para, cuando fuera el momento, poder reconocerlo. Y continué/continuamos el cachureo, acompañado por una muchacha de ojos negros, después de un anochecer y amanecer siéndonos donde más nos gustaba.

Creo que no compré ningún libro ahí. Ese fue el único que me interesó. Me dediqué, más bien, a observar extrañado como las bancas de la plaza estaban llenas de gente que hablaban y gesticulaban. Eran pequeños grupos. Compactos. Se sentía que ningún extraño cabía allí.

-Son todos peruanos… -me dijo la muchacha de pelo también negro.

De ese libro me había hablado Eligio García Márquez cuando estaba escribiendo Tras las claves de Melquíades. Era, por llamarlo de alguna manera, uno de sus libros tutelares. Esos que dan la clave y abren la puerta para poder escribir. Se trataba, me contó, de un reportaje escrito por un periodista norteamericano por encargo de la revista New Yorker. John Hersey estuvo en 1946 en Hiroshima. Y lo que escribió fue una obra maestra del reportaje. Se lo conseguí en la edición de la Compañía General Fabril Editora, de Argentina, en la colección Los libros del Mirasol, publicado en 1962. Lo encontré un domingo en un puesto de libros en San Victorino. Estaba en medio de otros cientos, como un pajarito atrapado por la maleza, esperando que alguien o algo abriera un claro. Fui yo el que lo halló. Me tocó a mí para poder dárselo a Eligio para que este continuara la escritura de su libro. Así confirmó su destino.

Jamás volví a verlo hasta cuando, en una biblioteca que compré, me topé de repente con él en una edición nueva, que nunca había visto. Es más: ni siquiera sabía que existía. Editorial Turner, Madrid, 2002. Lo tomé, asombrado por el reencuentro muchos años después de la partida de Eligio, y en la segunda página me saltó otra sorpresa: “Traducción de Juan Gabriel Vásquez”. “¿Juan Gabriel es traductor?”, me pregunté. No lo sabía tampoco.

Mi oficio y la vida me han dado la oportunidad de ser, de alguna manera, testigo de excepción, testigo librero, de los comienzos literarios de muchos de los escritores colombianos que empezaron a publicar en los años noventa. A casi todos los conozco. A muchos de ellos los vi como lectores antes que como autores. Esa es la imagen que más recuerdo: el momento de sus encuentros con los libros.

El Juan Gabriel que yo recuerdo es al de 1995 o 1996. El año no lo tengo exacto. Era un muchacho inquieto que siempre buscaba libros de Mario Vargas Llosa acompañado de Mariana, su compañera (de entonces y de hoy). Varias veces le guardé libros unos días hasta que volvía con el dinero por ellos. Una vez, no se me olvida, fue Mariana con su mamá a buscarle un regalo (cumpleaños, aniversario, grado, navidad, ya no sé…). Le mostré los tres tomos de Contra viento y marea, la recopilación de la obra periodística de Vargas Llosa. Los compró, sonriendo, de inmediato. Después supe que, por quién sabe qué motivo, no llegaron a sus manos. Otra vez, para que pudiera leerlo, le fotocopié La novela en América Latina: diálogo, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, Universidad Nacional de Ingeniería y Carlos Milla Batres, Lima, Perú, 1967. Y le vendí también una edición, con algunas páginas en blanco, de García Márquez Historia de un deicidio en lo que me costó (más las fotocopias de las páginas que faltaban). Ver su alegría (y la de Mariana) fue ganancia suficiente. Después el tiempo fue transcurriendo, voló un águila sobre el mar, y se fue transformando, poco a poco, en el gran escritor que ahora es. En mi memoria permanece indeleble el escritor que intentaba ser. El que quería ser. El que iba a ser. Como tantos otros que en esos años me encargaban libros que no conseguían. En fin, el mar…

En una de sus visitas, antes de retornar a Colombia, le pedí el favor que me dedicara su traducción de Hiroshima (sí, me gustan los libros dedicados) y le conté, entre otras cosas, de esa traducción que había visto en la Plaza de Armas de Santiago de Chile y que no había podido comprar. Me dijo extrañado que no la conocía. Que no sabía que existía. Yo le aseguré que sí, que la había visto. Todo quedó en un silencio incrédulo e indemostrable.

Hasta hoy cuando, mientras esperaba por Margarita para ir a almorzar, fui a mirar libros y de repente, sobre una mesa de madera oscura con un cartel blanco, al frente, que anunciaba: “1X3.000 2 X5.000”, una palabra conocida en el lomo de un libro, cada vez menos marrón, fue hasta mis ojos y me dijo: Hiroshima, John Hersey. Lo tomé/me tomó y volví a ver su carátula (casi siete años después). Lo abrí y pude saber, por fin, el año de su edición: 1947. Traducción de Carlos R. Escudero. Un año después de ser publicado en inglés… Todo volvió a mi memoria: la Plaza de Armas de Santiago de Chile, la muchacha de ojos y pelo negros, Eligio, Juan Gabriel y sobre todo el tiempo, el tiempo en mi memoria que es historia, pequeña y modesta, donde los sucesos dialogan sin importar la época, porque todo es un eterno presente que se nutre del ayer. Y, al volver a mí, es un hoy y un ahora. Constante.

Me sonreí. Tomé otro libro para completar los $5.000.

Entré a la librería y de otra de las mesas de madera oscura, con un cartel blanco, al frente, que anuncia: “1X5.000 3X10.000”, tomé tres libros. Pagué y me fui con un pedazo de mi memoria en una bolsa blanca que empezaba a agitarse y a moverse para acomodarse entre otras historias.

Todo quedaba ahí, para mí. Era más que suficiente. La historia comenzó a armarse en mi memoria como un rompecabezas de los que nunca tuve (ni tengo) paciencia para hacer. Sus piezas se dan la mano para acomodarse en un tapiz nuevo.

Hoy, a la una en punto, llegó Andrés Ospina (mi nuevo mejor amigo del mundo) a la librería. Le mostré, mientras hacíamos tiempo para ir a almorzar, varios libros sobre Bogotá que podían interesarle. Entre ellos los dos tomos de la Crónica del muy ilustre Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santa Fe de Bogotá, Editorial Centro, Bogotá, 1938, cuyo primer tomo era uno de los libros de 5.000 (3X10.000) que había comprado ayer. Maravillado los comenzó a ojear. De repente grito tumultuosamente: “¡Iván y Toña!”.

-¿Quiénes son Iván y Toña?

-María Antonia Jiménez, mi Toña, la sobrina de Ximénez, José Joaquín Ximénez, y su ex-esposo. Este libro era de ella. Mira su firma.

Me acerqué y vi, en la primera página, un nombre escrito en diagonal con tinta azul: “M Antonia Jiménez”. Y en la segunda un sello impreso: “Iván & Toña Obregón Clasificación: 1937 C 2 E 5 F”.

-¿Qué quieren decir esos números y letras?
-Toña era bibliotecaria. Clasificaba sus libros. Yo vi este libro en su biblioteca. Ya no recuerdo si en su casa o en la de su mamá.

Guardamos silencio. María Antonia, Toña, había sido su amiga y confidente. Una de las informantes/testimoniantes de su novela Ximénez. Le fascinaban los rompecabezas. Besó el libro diciendo: “Mi Toña…”.

-Los libros dan unas vueltas muy raras, le dije. Se las arreglan para llegar a su dueño cuando es el momento. Ni antes ni después. Yo tenía el tomo II en la librería. Con este completé la obra. Mira como son las cosas… Te estaba esperando, te estaba esperando…

Como a mí Hiroshima, de John Hersey.

Sólo lo había visto una vez y no lo pude comprar. Fue en Santiago de Chile, en la Plaza de Armas…

Fuente: http://lapupilainsomne.wordpress.com/2014/03/30/hiroshima/



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