El profesor Jorge Gaviria Liévano cuando intervenía, el jueves 17 de marzo, en la jornada inaugural de la Quinta Cumbre Nacional por la Paz,cumplida en Cali. (Foto: Luis Alfonso Mena S.). |
LA
PERTINENCIA DE UNA PROTESTA EFICAZ EN EL POST ACUERDO Y LA NECESIDAD DE SU
PEDAGOGÍA
Por
Jorge Gaviria Liévano (*)
Señor Rector de la Universidad Libre, Seccional de
Cali, Distinguidas personalidades con quienes hoy comparto esta mesa,
Respetable personal docente y administrativo de la seccional, Admirados
estudiantes que hoy nos honran con su participación:
Al ilustre señor Rector Libardo Orejuela, pionero
indiscutible de este notable emprendimiento académico que son las Cumbres por
la Paz que cumplen ya más de veinte años y a quien acompañé en la primera
Cumbre aquí en Cali y en la segunda en Popayán; a quienes organizaron
impecablemente este foro, así como a todos los ponentes en esta V Cumbre
Nacional, quiero desde ya expresar mi
hondo agradecimiento personal y mis efusivas felicitaciones por sus importantes
aportes en torno al tema de la paz que a mí sin duda me enriquecen sobremanera.
He intitulado esta charla: “La pertinencia de
una protesta eficaz en el Postacuerdo y
la necesidad de su pedagogía”.
Resulta en apariencia algo paradójico venir a hablar
de “protesta” en un evento así, cuando aquí y en el país entero se oye
persistentemente pronunciar solo el vocablo “paz”, ya sea con voces exultantes
de variada contundencia o ya con vehementes reparos de dispar calado y
estridencia.
Los importantes intentos pacificadores adelantados
en otros momentos históricos por diferentes gobiernos y el intenso proceso que
hemos vivido en los últimos años con el actual gobierno nos han permitido un
justificado optimismo porque sabemos que todos esos esfuerzos han partido del
reconocimiento de la existencia de un conflicto en Colombia. Ese ha sido un
gran punto de partida que permite soluciones muy diferentes y más conciliadoras
que aquellas que tozudamente negaron la existencia de todo conflicto en el
país. Muchos colombianos celebraron en su momento con entusiasmo ese enfoque;
otros muchos no lo compartimos nunca. Pensábamos que con semejante óptica, la
única salida plausible sería la del exterminio total del contradictor. Ese
bárbaro camino se ensayó en Colombia durante ocho largos años y probó su
contundente fracaso en lo que se refiere a la construcción de la paz. Confundió
en mi opinión paz y seguridad, conceptos que entiendo íntimamente relacionados
pero no necesariamente equivalentes ni sinónimos; estimo que sin paz para todos
puede haber seguridad para algunos mas no es posible la seguridad para todos.
Mi personal concepción de lo que es la verdadera paz
me la ha inspirado siempre el pensamiento de ese grande de América, preclaro
conductor de los mejores destinos mejicanos, don Benito Juárez, cuando sabiamente
sentenció a finales del siglo XIX: “El respeto por el derecho ajeno es la paz”.
Ese pensamiento suyo no es apenas una frase grandilocuente y hueca sino que
encierra toda una filosofía de vida, de consideración y de respeto por los
demás, de genuina tolerancia, de amor por la libertad real de todos los hombres
y de disposición permanente hacia el ejercicio posible de la democracia en su
más amplio espectro.
Me asalta por ejemplo a veces el temor de que cuando
oímos con tanta insistencia hablar del
“conflicto” y sobre todo del
“post conflicto” pueda haber un
desbordamiento del optimismo y de la simplificación y se pueda estar
sugiriendo subliminalmente que por el hecho de llegar a minimizar o a liquidar
la principal confrontación armada de estas últimas seis décadas con uno solo de
los grupos guerrilleros supérstites o con ambos, el “conflicto histórico
nacional” en su conjunto, al que le dedicaran tan imperecederos análisis
escritores ya idos como el gran colombiano Indalecio Liévano Aguirre, quedará
olvidado y definitivamente superado. Ojalá pudiera ser así de simple, de
mágico, de fácil.
Al referirnos entonces a la superación del
“conflicto armado”, podremos entender por ello la voluntad de no volver a
utilizar jamás de manera permanente u ocasional las armas del Estado o de los
particulares para resolver nuestras grandes diferencias. Sin embargo, con solo
la superación de la guerra no habremos resuelto los ancestrales problemas que
vienen carcomiendo nuestra realidad social, causantes de la confrontación
bélica. Un conflicto histórico no solo
gestado por la asimetría de oportunidades, la intolerancia religiosa y
en tantos otros aspectos y la
entronización de excluyentes privilegios no solo durante la dilatada etapa de la
dominación española sino también desde los albores mismos de nuestra
nacionalidad independiente.
Nuestros criollos revolucionarios no pudieron
desmontar del todo el oprobioso andamiaje español y en cierta medida se
acomodaron luego paulatinamente a él; la realidad de hoy es parecida a la de
entonces pese a los valerosos pero a la postre fallidos esfuerzos de los
radicales en la segunda mitad del siglo XIX, encabezados por el
chaparraluno doctor Manuel Murillo Toro,
de clara orientación socialista; amén de otros importantes avances para ampliar
el círculo de la libertad en la década de los años treintas y en la última del
siglo pasado, cuando se expidió nuestra actual Carta Política. Con todo, los
rasgos primordiales de ese complejísimo
e histórico conflicto social, económico
y político colombiano han perdurado con moderados atenuantes en todos los
procelosos años transcurridos hasta hoy en el marco republicano pese a las
guerras civiles del siglo XIX, a las muchas reformas constitucionales, a la
brutal violencia política bipartidista hacia la mitad del siglo XX o a las
cruentas luchas guerrilleras en los últimos sesenta años.
No sabemos a ciencia cierta qué tan profundas y
amplias sean las reformas estructurales que se hayan planteado o acordado en
principio en la mesa de negociación de La Habana, ni si ellas son demasiado
precarias o algo excesivas. Ante esta incertidumbre y falta de información
detallada surge, por ejemplo, un pensamiento que a veces alienta y otras
atormenta, y es la de que en el
denominado “post conflicto”, ¿dónde
habrá de quedar el derecho a la
protesta ciudadana pacífica,
cautamente consagrado en
el ordenamiento Constitucional colombiano desde hace tiempo y
como derecho fundamental en el artículo 37 de la actual Carta Política?
Muchas otras inquietudes caben en torno a esto.
Puede llegar peligrosamente a considerarse por algunos, por ejemplo, que el
documento que se acuerde finalmente en este proceso no solo se entienda que
pone fin al conflicto armado interno sino que él corregirá además todos los
aspectos del macro “conflicto histórico nacional”, que quedarán superados y
blindados contra cualquier protesta. ¿El
derecho a protestar frente a posibles vacíos en los acuerdos o aún frente a sus
posibles excesos, o a un deficiente, tardío o nulo desarrollo de algunos puntos
de lo acordado, no tendría ya entonces sentido?
¿Una protesta frente a eso podría resultar extraña a la nueva
sensibilidad y opinión nacional y ser considerada subversiva por algunos? ¿La legislación que en el futuro se expida podría
encargarse de cerrarle el paso a toda protesta
democrática y legítima? Si ello fuere así, se podría abrir la puerta para una nueva
manipulación de los ciudadanos desde las altas esferas del poder, con intereses
tantas veces distantes de las verdaderas angustias populares.
Además, y es lo que también preocupa, en Colombia no
ha habido históricamente una cultura de protesta pacífica. Las protestas desde
los primeros años de nuestra vida deben quedar inscritas en una filosofía del
respeto, tanto al formularlas como al recibirlas. Porque la protesta no es, no
tiene por qué ser, sinónimo de agresividad, de desorden, de violencia, de
vandalismo sino todo lo contrario. Una educación para el respeto es una
educación para la protesta. Y una educación para la protesta es una educación
para la democracia, la libertad, la igualdad, la justicia. Debe aprenderse el
respeto ante la protesta cuando esa protesta reúne unos determinados
requisitos. Pero esos requisitos no se dan porque estén formalmente enunciados
o impuestos por las leyes; esos requisitos fluyen de nuestra propia formación
como seres humanos educados.
Las protestas en Colombia, tantas veces justas ante
grandes o pequeñas causas, resultan a la postre deslegitimadas y sin eficacia
por los excesos en la desesperada y desproporcionada violencia que generalmente
utilizan los que protestan o la que facilitan o estimulan los que quieren
debilitar o liquidar la justicia de una
determinada queja, por ser usufructuarios en alguna forma de la situación que
la provoca.
Numerosos son en nuestra historia los ejemplos de
contradictorias o confusas situaciones de ese estilo en los que la protesta se
reprime y se califica de subversiva. Sin ir más lejos: los justos reclamos de
los que protestaban en la traicionada Revolución Comunera en el siglo XVIII; el
tenso y dramático proceso que antecedió a la explosión popular caótica del 9 de
abril de 1948; algunos episodios de justa protesta rural desatendidos o
reprimidos con dureza por nuestros gobernantes hace cinco décadas y que en una
u otra forma desencadenaron la cruda violencia guerrillera que sigue reclamando
en La Habana básicamente lo mismo de entonces; el espeluznante genocidio de la
Unión Patriótica como criminal respuesta de un sistema opresor a la voluntad de
ese grupo de protestar dentro de los cauces institucionales; sin contar con los
frecuentes y desordenados brotes en campos y ciudades por asuntos a veces muy serios, otras veces menores, que muchas veces se acompañan de ciertos acentos
vandálicos pero que en todo caso demandarían una más adecuada atención y
compromisos serios y oportunos de las autoridades responsables.
En cualquier parte del mundo la protesta es no solo
una necesidad y un derecho sino que diría yo que es un deber. Es, mirada bien,
y cuando es firme pero pacífica, un motor imponderable del desarrollo armónico
de la historia de los pueblos. La protesta es una crítica; una crítica airada,
si se quiere y las críticas, como dijera Winston Churchill, “no serán
agradables, pero son necesarias”.
La protesta no tiene que apelar necesariamente al
uso inopinado de la fuerza para ser eficaz. Ello no convoca a la razón, al
sentimiento y por lo tanto no persuade realmente. La protesta encierra en sí un
argumento, muchas veces sólido, y debe tener métodos precisos para convencer y
no amenazas armadas o vandálicas para intimidar.
Hoy se han desarrollado en el mundo, y las hemos visto ya en Colombia en los años
recientes, algunas formas diferentes y muy eficaces de protestas como son las
que se expresan a través de las redes sociales. Su impacto trasciende incluso,
y con creces, el ritmo de reacción de
nuestros partidos políticos,
tan perdidos en
tantos temas vitales
que deberían convocar a protestas públicas, pacíficas y lideradas por
sus propios dirigentes.
Hablo de todo esto hoy en un ámbito de plena
libertad porque esta casa de estudios se fundó precisamente como expresión de
una protesta profunda. La inconformidad de la Convención Liberal de Ibagué en
1922, del insigne General Benjamín Herrera
y de sus Hermanos Masones, quienes por inspiración de aquella fundaron hace
casi cien años la Universidad Libre como una
válida y necesaria protesta frente al peligroso sectarismo, al
asfixiante confesionalismo que la
educación eclesiástica y dogmática de la época ejercía sobre la juventud
colombiana aprisionando su conciencia, y ante la falta de la cátedra libre
y de
la libre investigación
científica. Y está
aún por dilucidarse
si una educación confesional y dogmática tan larga y
extensamente impartida en Colombia, y que conduce al fanatismo, es causa de la
intolerancia nacional y si puede reconocerse en ella a uno de los mayores
determinantes de nuestro gran conflicto social y también de su consecuencia, el
conflicto armado.
La Universidad Libre
puede ser pionera
para impulsar desde
sus aulas una
nueva cultura nacional de la
protesta y todo lo permite y aconseja. Lo muestra la propia historia de un
claustro en el que se han formado y se siguen educando miles de colombianos en
muchas disciplinas y en casi todos los rincones de la patria; que ha tenido en
sus cuadros directivos y académicos a notables personalidades, Masones y no
Masones, como Jorge Eliécer Gaitán, Darío Echandía o Gerardo Molina, por citar
solo unos pocos; que ha contado en el pasado con la abnegada y entusiasta
contribución de muchos Hermanos Masones que durante décadas prestaron
gratuitamente sus servicios a la Universidad a fin de fortalecerla y
engrandecerla, y que ha dispuesto en fin del mejor instrumento posible para que
la juventud proteste adecuadamente: la tolerancia.
Ese instrumento que forma parte de la esencia misma
de esta Universidad Libre, es el mismo que informa e inspira a la Masonería. La
tolerancia es genuina cuando se considera como una fortaleza del carácter y no
como una debilidad del mismo; es la que oye al otro, la que respeta al otro, la
que quiere al otro, la que sabe que al otro también le asisten derechos, y no
solo a uno mismo de manera exclusiva y excluyente. Esta tolerancia es la que no
es condescendiente con lo ilegal, antiético, corrupto, que no se confabula con
el otro en una insana complicidad con
lo incorrecto. Que nunca es pusilanimidad o falta de compromiso con lo justo. Que es en
cambio lealtad consigo mismo, respeto
hacia los semejantes y culto permanente a la verdad.
El
General Benjamín Herrera,
quien al tiempo
que fundara la
Universidad Libre organizaba
también la Gran Logia de Colombia con sede en Bogotá, había quedado desde años
antes consagrado como uno de los grandes de nuestro país cuando en un ejercicio
de profunda tolerancia, después de que su bando político perdiera la Guerra de
los Mil Días, firmó la paz convencido de la necesidad de poner “la patria por
encima de los partidos”. Difícil registrar una fortaleza espiritual mayor que
la suya en esas duras horas. Esa fue la concepción de la tolerancia que figuras
estelares como él vivieran y propalaran con su ejemplo.
Enseñar entonces a protestar ordenada, pacífica,
eficazmente, con verdadera tolerancia, puede representar un muy ambicioso
proyecto educativo para esta Universidad, quizás en conjunto con otras varias
Universidades afines a sus propios principios como las hoy representadas aquí,
y podría acometerlo prontamente en
momentos históricos como estos,
en los que el cierre en primera instancia de este grande esfuerzo adelantado en
Cuba parece hoy de inminente ocurrencia.
Un “postacuerdo” o “postconflicto” sin protestas, en
el sentido en que las hemos probado a describir, se me antoja demasiado plano,
demasiado estéril, quizás demasiado próximo a una “patria boba”, para poder
aclimatar una paz perdurable. Parafraseando aquello de que “nada está acordado
hasta que todo esté acordado” y mirando hacia el futuro, podríamos también
decir que “nada estará cumplido mientras
no se cumpla todo”. Y es allí donde una cultura de la protesta serena y eficaz
puede significar el motor insuperable para la cabal realización de todo lo que
se acuerde y ser un instrumento de
vigilancia para el oportuno restablecimiento de la plena vigencia de los
derechos humanos cuandoquiera que ellos fueren violados.
Dejémosle pues bien abierta la puerta a la protesta
pacífica, para asegurar así que por esa ancha puerta entre también, y para no salir jamás de
nuevo, la paz vigorosa y perdurable para esta formidable y diversa Colombia
indígena, afrodescendiente, mestiza y mulata que tiene el derecho fundamental a
la esperanza en un futuro mejor para todos…
¡Mil gracias!
(*)
Miembro de la Sala General de la Universidad Libre de Colombia.
Cali,
jueves 17 de marzo de 2016.
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