La ruta del infierno
A poco de salir de dictar clases en Buenaventura, el bus en que me desplazaba hacia Cali cayó en uno de los miles de huecos de la carretera, convertida hoy en una trocha. El golpe me lanzó contra el techo del automotor, lo que me produjo una luxación cervical. Una vez en Cali, en la Clínica de Los Remedios se negaron a atenderme. ¡Se me pidió devolverme a hacer el croquis del accidente, ocurrido 100 kilómetros atrás! A la clínica lo que le interesaba era garantizar el pago del Soat, no mi salud.
El sábado 27 de noviembre las clases de Introducción a la Problemática Pública Colombiana marcharon sobre ruedas, los alumnos estuvieron muy aplicados en sus exposiciones y el intenso trabajo del día se vio recompensado con buenos resultados académicos en la tarde.
Nada hacía presagiar que poco tiempo después de dar mis clases a los 22 estudiantes del Tercer Semestre de la Escuela Superior de Administración Pública, Esap, en Buenaventura, el optimismo por el buen desarrollo de la jornada quedaría enterrado en uno de los miles de huecos que inundan como cráteres la vía del principal puerto colombiano sobre el Pacífico.
A poco de andar, el bus Expreso Palmira No. 1463 en que me desplazaba hacia Cali se precipitó en uno de esos huecos, el golpe brutal me lanzó contra el techo y terminé incrustado en la base del aire acondicionado del automotor, con un agobiante dolor en la cabeza y uno peor en el cuello y la columna vertebral, que me impedía seguir sentado y, menos, de pie.
Debía casi levitar para que los nuevos golpes del vehículo contra otros huecos, o el simple roce del carro con el pavimento, o los vaivenes generados por las curvas, no produjeran terribles aguijonazos en mi espalda y mi adolorido cuello.
Para colmo de males, mi nariz sangraba y sentía como si Muhammad Ali Cassius Cley, de regreso a los cuadriláteros, me hubiera propinado una paliza. No me atrevía ni a tocarme por el temor a que ella estuviera no solo rota sino fracturada.
Cuando el vehículo ingresó en el hueco, que estaba tapado con agua por la lluvia que acompañó todo el viaje, el golpe me había eyectado, así que cuando menos pensé estaba saliendo de un estruendoso choque contra una fibra de vidrio que rompí con mi cabeza, no sin antes raspar con mi nariz el receptáculo, que la lesionó y, de paso, colmó mi rostro del polvillo gris oscuro que botan los aires acondicionados.
A muy pocos de los pasajeros parecía interesar mi insólito accidente, ocurrido cuando venía sentado en los puestos de atrás, los que suelen llamar el gallinero, donde se sienten con mayor furor todas las descargas de los buses intermunicipales.
Sólo yo había sufrido el percance. Los tres vecinos del gallinero pudieron reaccionar a tiempo frente al golpe en el hueco. Yo, agotado por la larga jornada en Buenaventura, venía dormido. Me despertó el golpe.
Sólo yo había sufrido el percance. Los tres vecinos del gallinero pudieron reaccionar a tiempo frente al golpe en el hueco. Yo, agotado por la larga jornada en Buenaventura, venía dormido. Me despertó el golpe.
La carretera de Loboguerrero hasta Buenaventura parece hoy una vía bombardeada, bloqueada por trancones, derrumbes acrecentados por el invierno inclemente, obras de ampliación mal planificadas, asfaltos destruidos por el paso de miles de camiones, la erosión de las montañas resentidas por el taladrar humano y la rebelión de la naturaleza que todos los días les da lecciones a los osados que han convertido la vía en una ruta del infierno.
“Devuélvanse por el croquis”
Pero lo peor no había ocurrido aún. Las cuatro largas horas desde Cisneros, en cuyas inmediaciones se produjo el accidente, fueron como un Calvario hasta que llegué a Cali. Cuando estuve en la ciudad y me dispuse con el conductor del bus (un buen hombre, colaborador y solidario) a solicitar atención en la sección de Urgencia de la Clínica Nuestra Señora de los Remedios se negaron a recibirme.
La primera exigencia de la funcionaria que nos atendió fue que para poder hacer valer el Soat por el accidente ¡debíamos regresar a la carretera, cerca de Cisneros, unos cien kilómetros atrás, para reconstruir el hecho y que un patrullero de carreteras elaborara el croquis respectivo!
¡Qué tal! No importaban mis dolencias ni las repercusiones de las mismas…
Lo que a la Clínica de Los Remedios le interesaba era el trámite burocrático que le garantizara el pago posterior de los costos de mi atención. Habida cuenta lo insólito de la exigencia (algo así como aunque se muera, garantícenos primero el pago) me dieron una alternativa: “Si no traen el croquis, le toca quedarse a usted aquí mientras viene el policía de carreteras”.
¡Por Dios! Ni más ni menos que una retención de mi persona para, también, garantizar el pago de lo que a esas alturas no se sabía cuánto iba a demorar, si mucho o poco…
Obviamente no aceptamos el procedimiento de la clínica, decisión que no les importó a los funcionarios de la entidad, quienes de lo único que se preocuparon en el momento de nuestra partida, sin la atención urgente que requeríamos, fue de quitarme el cuello ortopédico que ya me habían puesto, ante la delicadeza del accidente sufrido.
Trasladado a la Clínica de Comfandi, el mismo trámite, aunque finalmente fui atendido… Luxación cervical, fue el dictamen luego de varios exámenes… Después de 18 días y de muchos reclamos de mi parte, accedieron a autorizar las terapias necesarias…
Así es como se “atiende” la salud en Colombia. Este es uno de los servicios más mal prestados, entre otras razones porque impera la lógica de la ganancia. Lo que importa, y así lo demostró el comportamiento de la sección de Urgencias de la Clínica de Los Remedios el sábado 27 de noviembre pasado, es garantizar el pago. La salud de los pacientes está de última.
Esta es una de las premisas del capitalismo: el dinero antes que la salud. Y eso que el juramento hipocrático y las normas constitucionales y los principios más elementales del humanismo obligan a lo contrario.
Aquel 27 de noviembre qué iba a presagiar que mi cabeza terminaría incrustada en el aire acondicionado del Expreso Palmira número 1463 y que padecería lo que ahora veo como una lección fáctica de la problemática pública colombiana, materia que acababa de trabajar con mis estudiantes de la Esap-Buenaventura.
(*) Director de ¡Periodismo Libre! Docente de la Esap y de la USC.
Las fotografías:
La carretera entre Loboguerrero y Buenaventura parece una zona de guerra. Los accidentes y traumas pululan en ella y la han convertido en una ruta peligrosa. El crudo invierno ha acrecentado los problemas.
La carretera entre Loboguerrero y Buenaventura parece una zona de guerra. Los accidentes y traumas pululan en ella y la han convertido en una ruta peligrosa. El crudo invierno ha acrecentado los problemas.
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