Segunda Oración por la Paz
Sesenta y cinco años después de aquella primera Oración por la Paz, pronunciada por el
caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán durante la Marcha del Silencio, en la que
denunciaba la persecución del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez, para el
9 de abril de 2013 el poeta y novelista William Ospina escrbió esta nueva
oración, leída en la Plaza de Bolívar por Piedad Córdoba en el marco de la Marcha por la Paz, la
Democracia y la Defensa de lo Público.
Por William Ospina
Hace 65 años se alza desde esta tribuna un clamor
por la paz de Colombia.
65 años es el tiempo de una vida humana. Eso quiere
decir que toda la vida hemos esperado la paz. Y la paz no ha llegado, y no
conocemos su rostro.
Es un pueblo muy paciente un pueblo que espera 65,
70, 100 años por la paz. Cien años de soledad. Un pueblo que trabaja, que
confía en Dios, que sueña con un futuro digno y feliz, porque, a pesar de lo
que digan los sondeos frívolos, no vive un presente digno y no vive un presente
feliz.
Aquí no nos dan realidades, aquí se especializaron
en darnos cifras. El pueblo tiene hambre pero las cifras dicen que hay
abundancia, el pueblo padece más violencia pero las cifras dicen que todo
mejora. El pueblo es desdichado pero las cifras dicen que es feliz.
Ahora comprendemos que un pueblo no puede sentarse
a esperar a que llegue la paz, que es necesario sembrar paz para que la paz
florezca, que la paz es mucho más que una palabra.
El verdadero nombre de la paz es la dignidad de los
ciudadanos, la confianza entre los ciudadanos, el afecto entre los ciudadanos.
Y donde hay tanta desigualdad, y tanta discriminación, y tanto desprecio por el
pueblo, no puede haber paz. Allí donde no hay empleo difícilmente puede haber
paz. Allí donde no hay educación verdadera, respetuosa y generosa, qué difícil
que haya paz. Allí donde la salud es un negocio, ¿cómo puede haber paz? Donde
se talan sin conciencia los bosques, no puede haber paz, porque los árboles,
que todo lo dan y casi nada piden, que nos dan el agua y el aire, son los seres
más pacíficos que existen.
Donde los indígenas son acallados, donde son
borradas sus culturas, donde es negada su memoria y su grandeza, ¿cómo puede
haber paz? Donde los nietos de los esclavos todavía llevan cadenas invisibles,
todavía no son vistos como parte sagrada de la nación, ¿a qué podemos llamar
paz?
La paz parece una palabra pero en realidad es un
mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades para todos.
Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es
el egoísmo.
El egoísmo que se apodera de la tierra de todos
para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la
riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la
felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí
nacen los delitos y los crímenes.
Hemos ido aprendiendo a saber qué es la paz…
haciendo la suma de lo que nos falta.
La paz es agua potable en todos los pueblos y agua
pura en todos los manantiales. No hay paz con los ríos envenenados, con los
bosques talados y con los niños enfermos por el agua que beben.
La paz es trabajo digno para tantos brazos que
quieren trabajar y a los que sólo se les ofrecen los salarios de sangre de la
violencia y del crimen.
La paz son pueblos bellos y ciudades armoniosas,
que se parezcan a esta naturaleza. Porque las montañas, los ríos, las llanuras,
las selvas y los mares de Colombia son la maravilla del mundo, y no hemos
aprendido a habitarlas con respeto, a aprovecharlas con prudencia, a
compartirlas con generosidad.
Porque la idea de generosidad que tienen muchos
grandes dueños de la tierra tiene un solo nombre: alambre de púas. Esa idea
medieval de tener mucha tierra, mientras las muchedumbres se hacinan en
barriadas de miseria.
Pero es que la paz verdadera exige no sólo un
pueblo respetado y grande y digno sino una dirigencia verdadera. Y no es una
gran dirigencia la que se esfuerza veinte años por que le aprueben un Tratado
de Libre Comercio, y cuando le aprueban el Tratado la sorprenden con un país sin
carreteras y sin puertos, con una agricultura empobrecida, con una industria en
crisis, confiando sólo en vender la tierra desnuda con sus metales y sus
minerales para que la exploten a su antojo las grandes multinacionales. Ahí no
sólo falta generosidad sino inteligencia, ahí faltan grandeza y orgullo.
En cualquier país del mundo un tratado de libre
comercio se negocia poniendo como primera prioridad qué necesitan y qué
consumen los propios nacionales. ¿Por qué tiene que ser la prioridad poner oro
en las mesas de otros antes que poner alimentos en nuestras propias mesas?
Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno carnaval
del consumo. Pero esos países que divinizan el consumo, como los Estados Unidos
y Europa, por lo menos han tenido la prudencia de garantizarles primero a sus
pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita, salud para
todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se esfuerza por ofrecer
empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí al rebusque desesperado, ni a
la mendicidad, ni al tráfico violento de todas las cosas.
Si por lo menos cumpliéramos con brindar a los
ciudadanos las prioridades básicas de una vida digna, no sería tan absurdo que
nos predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así tenemos que pensar
con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo indiscriminado es
una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos ecosistemas ricos y
preciosos, que producen agua y oxígeno para el mundo entero.
Colombia es un país de tierras bellísimas y de
climas benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos, donde el clima exige
millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en un paisaje
maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y estridentes,
el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa felicidad? La
desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima de todo.
La naturaleza no es una mera bodega de recursos
sino un templo de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una manera
mezquina de administrarlo han convertido este templo de la vida en una casa de
la muerte.
Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la paz. Sus
enemigos no sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a una
violencia que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía de
sangre. Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al horror,
y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se perdió, Colombia
se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio siglo es posible que
por falta de paz y de solidaridad haya muerto en Colombia otro medio millón de
personas.
Y cada día que tardan en firmar un acuerdo el
gobierno y las guerrillas, más muertos de todos los bandos, más víctimas, se
suman a esa lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos: bajo la sombra
de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las ciudades, la
violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia intrafamiliar, el
desamparo, la ignorancia.
Pero es que lo único que detiene a la mano homicida
es sentir que lo que le hace a su víctima se lo está haciendo a sí mismo. Lo
único que detiene esa mano es la compasión, y para que haya compasión hay que
sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la vida, efímero,
precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin ese respeto
profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí mismo.
Pero para que haya ese afecto profundo por los
conciudadanos hay que haber sido educados en la generosidad, bajo unas
instituciones generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en
su infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete, que
valore a los otros?
Por eso es tan ciega una sociedad que no da nada y
en cambio pide todo. Que da adversidad, obstáculos, discriminación, pero pide a
los ciudadanos que se comporten como si hubieran sido educados por Sócrates o
por Francisco de Asís. El estado se volvió irresponsable, los ciudadanos le
perdieron el respeto al estado, y el estado les perdió el respeto a los
ciudadanos. En ningún país se exigen tantos trámites para cualquier cosa. Y el
que está en desventaja es el que no tiene recursos para sobornar, para abreviar
los trámites, para correr con éxito de oficina en oficina. Con mucha frecuencia
el estado no facilita la vida sino que es un estorbo para las cosas más
elementales.
Las cárceles están llenas de seres que no
recibieron nada, que fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a los
que la sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les exigimos
respeto a los que nunca fueron respetados.
Es necesario gritar que nuestro pueblo no es un
pueblo malo sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo maltratado y
admirable vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo, vamos a pedirle
que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle que, a cambio de
un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de perdonar.
No hay ceremonia más difícil y más necesaria que la
ceremonia del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que perdonar: no la
dirigencia mezquina ni la guerrilla violenta que tomó las armas contra ella. Y
sin embargo todos tendremos que participar, humilde y fraternalmente, en la
ceremonia del perdón, si con ello abrimos las puertas a un país distinto, más
generoso, que deponga las armas fratricidas, que abandone los odios y que
construya un futuro digno para todos, pero sobre todo un futuro de dignidad
para los que siempre fueron postergados.
Desde hace 65 años pedimos la paz, suplicamos la
paz, esperamos la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni esperarla. Si
se logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrillas, tenemos que construir
la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una democracia sin
trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la paz con verdadera
generosidad. Y la única condición para que esa paz se construya es que no maten
la protesta, que no aniquilen la rebeldía pacífica, que dejen florecer las
ideas, que permitan a este país grande y paciente ser dueño de sí mismo y de su
futuro.
Esa paz que construiremos será un bálsamo sobre
esos miles de muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces sin dolientes,
a veces sin un nombre siquiera sobre su tumba.
Entonces sabremos que la paz no es sólo una
palabra, que la paz es convivencia respetuosa, prosperidad general, justicia
verdadera, campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas
protegidos, ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que
devolver su pureza.
Y que otra vez haya venados en la Sabana y bagres
sanos en el río, que salvemos la mayor variedad de aves del mundo, que vuelen
las mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de Aurelio Arturo
vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que haya hombres y
mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo Cubillos, y que el viajero
que encontremos por los campos a la luz de la luna no nos produzca terror sino
alegría.
Que haya cantos indios por las sabanas de Colombia,
y arrullos negros en los litorales, y que las armas se fundan o se oxiden, y
que haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a México y a
Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el continente, y que
sólo una industria se haga innecesaria y necesite ayuda para cambiar su
producción: la industria de las chapas y los cerrojos y los candados y las
rejas de seguridad, porque habremos logrado que cada quien tenga lo necesario y
pueda confiar en los otros.
Porque la paz se funda en la confianza y en la
sencillez, y en cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y mil
códigos. Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese país
nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y los
labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso.
Que hasta los que hoy son enemigos de la paz se
alegren cuando vean su rostro.
--
Historia. Hace 65 años Jorge Eliécer Gaitán hizo esta proclama en la Plaza de Bolívar
Oración por la paz
Señor Presidente Mariano Ospina Pérez:
Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a
vuestra Excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa
multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo
un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria.
En todo el día de hoy, Excelentísimo señor, la
capital de Colombia ha presenciado un espectáculo que no tiene precedentes en
su historia. Gentes que vinieron de todo el país, de todas las latitudes —de
los llanos ardientes y de las frías altiplanicies— han llegado a congregarse en
esta plaza, cuna de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión
de defender sus derechos. Dos horas hace que la inmensa multitud desemboca en
esta plaza y no se ha escuchado sin embargo un solo grito, porque en el fondo
de los corazones sólo se escucha el golpe de la emoción. Durante las grandes
tempestades la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y esta tiene el poder
de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen.
Señor Presidente: Aquí no se oyen aplausos: ¡Solo
se ven banderas negras que se agitan!
Señor Presidente: Vos que sois un hombre de
universidad debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido,
que logra contrariar las leyes de la psicología colectiva para recatar la
emoción en un silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis
que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el
estímulo de la legítima defensa.
Ninguna colectividad en el mundo ha dado una
demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es
porque hay algo grave, y no por triviales razones. Hay un partido de orden
capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para
que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia
general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del
pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta
demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que solo se
escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras, que aquí se han
traído para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados.
Señor Presidente: Serenamente, tranquilamente, con
la emoción que atraviesa el espíritu de los ciudadanos que llenan esta plaza,
os pedimos que ejerzáis vuestro mandato, el mismo que os ha dado el pueblo,
para devolver al país la tranquilidad pública. ¡Todo depende ahora de vos!
Quienes anegan en sangre el territorio de la patria, cesarían en su ciega
perfidia. Esos espíritus de mala intención callarían al simple imperio de
vuestra voluntad.
Amamos hondamente a esta nación y no queremos que
nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto
de su destino inexorable.
Señor Presidente: En esta ocasión no os reclamamos
tesis económicas o políticas. Apenas os pedimos que nuestra patria no transite
por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de
paz y de civilización!
Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes.
Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo
sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la
libertad de Colombia!
Impedid, señor, la violencia. Queremos la defensa
de la vida humana, que es lo que puede pedir un pueblo. En vez de esta fuerza
ciega desatada, debemos aprovechar la capacidad de trabajo del pueblo para
beneficio del progreso de Colombia.
Señor Presidente: Nuestra bandera está enlutada y
esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones solo os
reclama: ¡que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a
nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra
madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes!
Os decimos finalmente, Excelentísimo señor:
Bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no
deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. ¡Malaventurados
los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para
los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la
ignominia en las páginas de la historia!
Jorge Eliécer Gaitán
7 de febrero de 1948
en la Manifestación del Silencio en la Plaza Bolívar de Bogotá
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