Una fuerte imagen que refleja la bestialidad de la fuerza pública, un campesino lucha por salvar su vida debido al disparo de una bala proveniente del Ejército. (Foto: Prensa Rural). |
La agonía de un campesino
A
Leonel Jácome y Edison Franco, asesinados por fuerzas del Estado en Ocaña.
Por Luz Marina
López Espinosa
“No confiéis en los en los medios de
comunicación porque te harán amar al opresor y odiar al oprimido” Malcom X
El crimen no fue
en Granada como el de Federico, sino en Ocaña. Pero sí a las cinco de la tarde
como en su desgarrada elegía “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” cuando no le
perdonaba a la vida que a esa hora, sí, a las cinco de la tarde insistía con
impotencia, un toro se hubiera llevado a Ignacio en la plaza de Manzanares.
Y fue a las
cinco de la tarde, -también a las cinco-, hora en que igual vimos con impotente
dolor, la agonía de otros Ignacios, más cercanos en el tiempo, el espacio y en
la entraña, a nuestros Leonel Jácome y Edison Franco, pobres y anónimos
campesinos del Catatumbo que este sábado 22 de junio de 2013 remontaron el
anonimato de sus humildes vidas, cuando los reflectores, no de la gran prensa,
no de la gran radio, no de la gran televisión sino los de la Alianza de Medios
y Periodistas por la Paz que acompaña la protesta en el Catatumbo, nos trajeron
en vivo su agonía, los estertores de una vida que se esfuma.
Y entonces, en
todo caso -necios que somos-, fuimos a los medios oficiales de comunicación,
adalides autoproclamados de la libertad de prensa, abanderados de la
imparcialidad y cuya única religión según reivindican es la verdad por la que,
dicen cada día arriesgan sus vidas. Fuimos a los noticieros de televisión de la
noche, y nos encontramos con que no habían sido asesinados dos campesinos y
heridos doce más -seis de ellos mutilados- por la ferocidad policial y militar colombiana,
sino que nos enteramos, de que en enfrentamientos de campesinos con la fuerza
pública, habían muerto dos de aquellos y habían resultado heridos otros doce y
claro, también había policías heridos. No nos hablaron de metralla y fusiles de
los unos, ni de las caucheras y piedras de los otros. Sólo de
“enfrentamientos”. Ni de las perforaciones por tiros de fusil en las carnes de
los unos, ni de las apenas contusiones y escoriaciones con rústicos elementos
de imposible letalidad en los otros.
E incrédulos
seguimos viendo el noticiero seguros de que aún no había terminado el informe
que nos anonadaba, que tal vez no había arribado a las instalaciones del canal,
agitado y sudoroso, el chasqui con el detalle completo, el último parte de los
acontecimientos. El que ríe aún no conoce la infausta noticia justificábamos al
periodismo con el poeta. Y lo que apareció a continuación fue lo que faltaba,
lo imprescindible en los medios de prensa al servicio del poder de todo el
mundo, –idénticos ellos-: la santificación de los crímenes con la versión del
victimario. Y apareció un general de la policía de nombre Rodolfo Palomino
informándonos que en las protestas del Catatumbo, los campesinos estaban
atacando a la fuerza pública con artefactos explosivos, y claro, como no eran
expertos en esas artes, les estallaban antes de tiempo y había varios que
habían perdido los ojos, manos y hasta pies. El cinismo es la única explicación
que le acomoda a un crimen dijo un pensador. A continuación todo el noticiero
-y sincronizadamente los demás-, hicieron una larguísima y muy dolida elegía
por la muerte pacífica en su lecho a avanzada edad, del juglar Leandro Díaz.
El episodio
trajo obligadamente a la memoria el recuerdo de un presidente de Colombia cuya
significación histórica más determinante fue que bajo su mandato y por orden
suya, se capturó a miles de opositores, los cuales fueron religiosamente
torturados en cuarteles, tristemente célebres por ello: Las Cuevas del
Sacromonte en la Escuela de Comunicaciones del ejército en Facatativá y las
caballerizas del Cantón Norte del ejército en Bogotá, entre otras. Ese
presidente, Julio César Turbay Ayala, ante los múltiples reclamos de diversos
sectores que le amargaron una gira por Europa, muy paladinamente respondió: “En
realidad en Colombia el único preso político soy yo”. Y el comandante de las
fuerzas militares, general de nombre Fernando Landazábal Reyes, ante los
unánimes reclamos de la comunidad internacional y de las mismas autoridades
civiles nacionales por la escandalosa evidencia de las torturas, no tuvo recato
en argüir que lo que sucedía era que los presos políticos se torturaban ellos
mismos, se arrancaban las uñas y demás, con tal de desprestigiar al ejército
nacional. El cinismo es la única explicación.
Así que ya lo
sabemos: no es la ferocidad y la brutalidad policial y militar la que asesina y
mutila a los labriegos que piden con la Ley y la Constitución en la mano, la
configuración de una Zona de Reserva Campesina en su territorio para producir
con autotomía, seguridad y respeto por sus derechos humanos. Son ellos mismos
quienes se hacen eso. Y no son la policía y el ejército, disparando desde
helicópteros y usando armas químicas como el gas pimienta en concentración
proscritas por los protocolos internacionales, quienes agreden a esos civiles
que demandan justicia, sino lo contrario: son el ejército y la policía las
víctimas de la brutalidad y la criminalidad campesina. Algunas fotografías dan
cuenta inclusive de las armas de los agresores: rústicas caucheras de esas con
las que antes los niños mataban pájaros. No en balde dijo Malcom X: “No
confiéis en los en los medios de comunicación porque te harán amar al opresor y
odiar al oprimido”.
Los sucesos de
este mes de junio de 2013 en la región del Catatumbo, departamento de Norte de
Santander en el nororiente colombiano, exigen para la comprensión de los
extranjeros, un breve repaso de su pasado inmediato. Esta zona fue durante al
menos diez años, la más formidable y extensa zona de cultivo de coca y de producción
de cocaína en el mundo. Verdadero santuario del narcotráfico, en una región
densamente militarizada por el ejército y la policía. Que no combatieron el
fenómeno, ni protegieron con sus ingentes medios a la población civil
victimizada, ni confrontaron a las bandas armadas a cargo de esa actividad, a
pesar de que los campesinos asesinados se contaban por miles, como por miles se
contaban los asesinados en mismas calles de la ciudad de Cúcuta, capital de ese
departamento.
¿Por qué ocurría
lo que acabamos de señalar? Porque ese inmenso territorio era a la manera de un
“paraíso fiscal”, del comandante paramilitar Salvatore Mancuso, después
extraditado y condenado confeso en los Estados Unidos por narcotráfico. Y la
absoluta identidad de causa y propósito entre las fuerzas militares de Colombia
y el paramilitarismo, ya no la desconoce el mismo Estado que agenció ese
contubernio como piedra angular de una estrategia contrainsurgente. Es más, los
principales testigos de cargo en los miles de procesos judiciales y penales que
hoy se adelantan contra militares por concierto para delinquir con los
paramilitares, son los mismos irregulares beneficiados del concierto. Quienes
reclaman y alegan que por qué se les condena a ellos y no a los militares por
cuya cuenta actuaban.
Y así, con la
perversa coartada de la unidad antisubversiva, el Catatumbo se consideró
“territorio liberado de guerrilla” por los paramilitares y con complacencia del
poder militar, quienes en reciprocidad hicieron oídos sordos y ojos ciegos a
miles de crímenes documentados y reconocidos oficialmente. Por estos hay unas
pocas condenas penales y disciplinarias de mandos militares de la región, que
aún destituidos, fungen hoy como asesores del comando de las Fuerzas Militares,
muestra de la solidaridad y del espíritu de cuerpo con que la institución
cobija a los que llama sus “héroes en desgracia”. No hubo entonces protección
militar para los campesinos víctimas del terror narcoparamilitar, dándose así
el despojo de miles de predios, torturas, desapariciones, violación de mujeres
y las corrientes masacres, en los municipios de Tibú, San Calixto, Teorema, El
Tarra, San Carlos, Ocaña, Convención y aún Cúcuta.
Pero hoy, cuando
esos mismos labriegos largamente victimizados reclaman del Estado garantías
para vivir en paz, producir y defenderse de las transnacionales mineras que los
quieren desplazar, aspiración que pretenden materializar con el mecanismo de
ser reconocidos como Zona de Reserva Campesina, y además no ser prisioneros en
su propio suelo por cuenta de la estrategia de “Zona de Consolidación y
Rehabilitación”, régimen de despotismo militar creado por el ex presidente
Uribe Vélez y su ministro de Defensa Juan Manuel Santos, éste, hoy como
presidente envía ejército y policía a reprimirlos a sangre y fuego.
Poco ha cambiado
en cien años Colombia, poco su clase dominante. Recordábamos en reciente
escrito que cuando la huelga de los obreros bananeros en Ciénaga (Magdalena)
contra las tropelías de la United Fruit Company en 1928, el general del
ejército Carlos Cortés Vargas comandante de una hoy “Zona de Consolidación y
Rehabilitación”, declaró por decreto a los huelguistas cuadrilla de
facinerosos. Y abrió fuego contra ellos matando a miles y dejando a otros más
heridos.
En este junio de
2013, cuando ante la multitudinaria movilización popular y pacífica de una
vasta región de la patria, los voceros de las FARC en las negociaciones de paz
de La Habana le piden al gobierno muy en el espíritu de esas conversaciones que
atienda el justiciero reclamo del pueblo y no abra fuego contra él, el
presidente Santos, Cortés Vargas redivivo, manifiesta pública indignación por
la desfachatez y desvergüenza de la petición guerrillera. Y dice claramente
ante el mando militar, que ella es la prueba reina por si faltara alguna, de
que la movilización del Catatumbo “está infiltrada por la guerrilla”. Palabras
estas que en Colombia tienen una inveterada e infalible traducción mil veces
acreditada con ríos de sangre popular: cuadrilla de facinerosos.
Y no hubieron de
transcurrir horas, para que ejército y policía cumplieran la orden
presidencial: dispararon contra los facinerosos.
Sin embargo
-resulta esperanzador en la brega por la justicia el que al final, como una
plegaria quepa alzar un “sin embargo” -, ese video que nos muestra las arcadas
de la muerte de Leonel Jácome y Edison Franco, es un mentís afrentoso al rostro
del poder representado en generales, presidentes, gremios y periodistas a su
servicio. Esos dos jóvenes campesinos….. y los que faltan, no sabían, no saben
que iban a morir cuando alistaron sus trebejos para salir a protestar. Tal vez
alegres, tal vez ilusionados con que volverían con una promesa de los doctores
de Bogotá, que de alguna manera se les daría la justicia merecida. Pero no; los
vimos en vivo y en directo, y este es su triunfo, en sus últimos estertores, la
dificultad del corazón y de los pulmones cuando ya la sangre que los alimentaba
no corría por las venas sino por la tierra que apenas ayer sembraban. “La tierra
que nos verá morir”, titulábamos reciente artículo sobre el mismo asunto, la
justeza de las Zonas de Reserva Campesina. Porque esta imagen -salvo claro está
para los verdugos que la celebran-, toca con absoluta certeza la conciencia de
millones en el mundo, más que cualquier discurso, sobre la causa que
levantaban. Y esos millones, es la esperanza, siempre seremos más, y algún día
haremos valer la verdad que nos trae en resistencia.
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