Tomado de El Telégrafo de Ecuador. |
El dormitorio
más triste y solo de Ayotzinapa
Por Marcela Turati (*)
Revista Proceso, México
AYOTZINAPA,
Gro. Todos los días a Bernardo le insisten para que se mude de dormitorio, pero
él no escucha. Cuando en esta escuela-internado cae la noche él extiende su
cobija roja sobre unos cartones y se acuesta en soledad, rodeado de ausentes,
añorante de este cuarto lleno de amigos: Eran ocho y se disputaban cada
centímetro del piso, jugaban a hacerse los descuidados y pisarse los pies.
Sus compañeros Julio César, Jonás,
Cristian Alfonso, Israel Jacinto, Eduardo y Miguel Ángel no están aquí, sólo
están sus pertenencias, sólo están sus retratos exhibidos entre los 43
estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa que fueron desaparecidos
el 26 de septiembre, cuando a los policías de Iguala se les metió el diablo en
la piel y se exhibieron como criminales al servicio del narcotráfico.
“Yo soy el único aquí. Uno se fue a
su casa, su mamá vino por sus cosas, los otros seis están desaparecidos”, dice
Bernardo, delgadito, larguirucho, amable. A su alrededor, recargados sobre las
paredes pelonas, están los maletines, la ropa, los zapatos y recuerdos que
cuida hasta que regresen sus dueños.
Al cuarto día de que sus compañeros
no volvían, Bernardo se dio a la tarea de acomodar el lugar. Dobló y apiló los
cartones que sirven de cama, hizo lo mismo con los sarapes y cobijas de
colores. Acomodó en un rincón los tenis rotos, todos de tela, ninguno de marca;
los huaraches en forma de equis que llevan los campesinos; los zapatos formales
comprados con sacrificios por los futuros maestros. Todo está rociado con
moronas de pintura blanca que saltan del techo carcomido por la humedad y que
hace pensar que las pertenencias son de algún maistro-pintor.
Un costal blanco, como los que
contienen semillas, está erguido contra la pared atiborrado de ropa. Este tiene
el rótulo de “Correos de México”. “Esta era la maleta de Eduardo”, explica este
joven nahuatlaca cuidador de recuerdos. Encima del costal-maleta está recargada
una chamarra vieja, herencia de alguna generación anterior de esta normal rural
que tapaba a su dueño del frío.
Afuera de un maletín deportivo asoma
el vaso de plástico con el cepillo de dientes y la pasta que usaba Julio César.
Al fondo una placa metálica que lleva su nombre: “Julio César López Patolzi”.
Entre la ropa sobresale la primera
hoja de su cuaderno a rayas, donde con lápiz y letra fina Julio César escribió
el primer día de clases: “Pues yo ingresé a esta Normal con el simple hecho que
mis padres son de escasos recursos campesinos y mis habilidades es ser
responsable también en la academia, trato de poner mucha atención a los
maestros para poder sobre salir adelante”.
Más allá, se ve un vaso de plástico
que lleva adentro una cuchara, un cuchillo, un tenedor, porque hasta eso tenían
que traer los estudiantes de casa. Una bolsa de detergente Foca. Un folder con
los certificados de estudio de José Eduardo Bartolo Tlatempa, indígena, como
dejan ver sus apellidos; indígena como la mayoría de los alumnos de esta
escuela donde el requisito para entrar es no tener dinero, pero tener ganas de
ir a contracorriente del destino de los pobres hasta alcanzar ser alguien.
“Yo mismo acomodé esta semana.
Cuando salieron a la actividad no les dio tiempo de arreglar, yo mismo me puse
a arreglar”, explica Bernardo tenso pero sonriente. Un par de escobas
permanecen de pie en un rincón.
Con el brazo señala que junto a la
pared más cercana a la puerta de bordes roídos dormían cuatro: Julio César,
Cristian Alfonso, Cristian (“ése está en su casa; su mamá se llevó sus cosas”),
y allá Jonás.
Durante los primeros días de clases
en el cuarto que llaman Sección G dormía también El Chilango, Julio César Mondragón, el joven mexiquense
desaparecido con los demás el día 26, y quien tres días después fue encontrado
en Iguala asesinado: el torso lleno de moretones y desollado: sin ojos, sin
piel, sin cara. Llevaba la misma playera roja con la que se presentó el primer
día de clases, la misma que circula en Internet donde se le ve cargando a su
bebé recién nacida, y acurrucado junto a su esposa.
“El Chilango se cambió de aquí
porque éramos varios y no había cupo –dice–. A veces se tiraba a un lado de mí,
luego se pasó al lado (al otro cuarto), estuvo un tiempo, luego que iba a
buscar dónde dormir, le dije que si no (encontraba) regresaba y se pasó a la
panadería”.
Quien diga que en las normales
rurales donde se forman los maestros más pobres de México viven entre lujos
debería asomarse a este cuarto con el rótulo número 4; sección G, como le dicen
ellos. Encontrará que la puerta no sella, el aire se mete siempre por el techo.
Los muebles son tres cajas clavadas en las paredes a manera de casillero: un
huacal de madera, las otras dos de plástico.
Las paredes están acicaladas de
pintura blanca que la humedad carcome. No hay adornos. No dio tiempo de colocar
ninguno. Sólo queda un letrero a lápiz que alguien dejó en el que se lee: 2 de
octubre. Los jóvenes viajaron a Iguala (a poco más de una hora de camino) para
recabar fondos (“botear”) y acudir a la manifestación anual por la masacre estudiantil
de Tlatelolco en el Distrito Federal y traer para ese fin tres camiones de
pasajeros. (En el patio de la escuela una treintena de autobuses con líneas
comerciales están estacionados, sus choferes esperan que los releven.)
Como Bernardo estaba inscrito en el
Club Banda de Guerra y se quedó limpiando los instrumentos, no acudió a Iguala
como el resto de los alumnos de primer año, los llamados pelones, pues por
tradición escolar son rapados todos los alumnos de recién de ingreso a esta
Normal. Bernardo también está pelado, los cabellos que crecen se sostienen de
pie como si fueran de cepillo.
“Yo me quedé a esperar a los
compañeros en la puerta. Los esperé. Vi que no llegaban”, dice ahora sentado
sobre el piso, junto al arrumbadero de zapatos.
Esa noche en la Normal se recibió la
noticia de que a los pelones los habían reprimido, la policía los había rodeado
y detenido. La información fluyó como gotera, había un herido, no, ya estaba
muerto, y el muerto era un pelón. La incertidumbre se paseó entre todos dejando
la pregunta de quién sería. “Les marcábamos a todos. Sólo le entró la llamada a
Israel Jacinto, dijo que estaban dentro del autobús, que los tenían rodeados
policías, que tenían gas lacrimógeno. Le dijimos que rompiera los vidrios no se
vayan a ahogar. Pidió que lo fuéramos a traer, le dijimos que ya había salido
una Urban por ellos. (La llamada) duró cinco minutos, se escuchaban gritando
los demás, también él. Se escuchaban los ruidos de las patrullas. Hasta que se
colgó”.
Hasta después supo que todos los
pasajeros del autobús de Israel Jacinto fueron obligados a subir a patrullas de
la policía municipal. Todos fueron desaparecidos.
Esa noche Bernardo intentó ir a
rescatar a sus compañeros, pero no alcanzó cupo en las camionetas que salieron
con refuerzos (algunos de los estudiantes que acudieron al rescate tampoco
regresaron, quedaron muertos, otros siguen hospitalizados).
Pasó la noche en vela con todos,
resguardando la escuela; a él le tocó cuidar por los corrales. Entre todos
checaban por feiz e internet las noticias, el muerto ya no era uno, eran dos,
luego tres. Tres de la Normal, pero otros tres que no eran normalistas pero
fueron confundidos con ellos.
“Empezaron a pasar las imágenes, yo
no sabía nada, pero dijeron que a un chavo le hicieron bien feo, le quitaron el
rostro. Ahí reconocí a El Chilango porque
usaba la playera del primer día de clases. La última vez que lo vieron fue
cuando los subieron a las patrullas”. Lo dice como si nada, el miedo se asoma
en la mirada.
Saca su celular y muestra el video
que le tomaron el 21 de agosto, día de su cumpleaños. Se ve que a Bernardo lo
agarran por sorpresa y lo tiraron a un pozo con agua. Mira con cariño la escena
y dice: “Ahí está El Chilango, es el último que llega
(y sí, se ve un muchacho menos flaco que el resto, que ayuda al resto a tirarlo
al río); el que lo grabó desde arriba es Miguel Ángel”.
Ya no tiene la fotografía del 8 de
agosto cuando los mayores los ‘pelaron’ con rasuradora, se quedó en un celular
que le robaron. Pero sí tiene los recuerdos, y de esos echa mano.“Íbamos a
escoger a El Chilango como jefe de
grupo, él sí quería pero como es de México a lo mejor lo iban a tratar mal, por
eso quiso quedarse de apoyo. Casi no le gustaba echar relajo, era serio,
reservado. Lo íbamos a elegir porque le gustaba participar en las clases. Él
estuvo en Tenería, le preguntamos pero no nos quiso decir, creo que lo
expulsaron. Fue a hacer pruebas en Tiripetío, Michoacán, no dijo por qué lo
expulsaron, y vino aquí”.
Bernardo apenas regresa de tres días
de descanso en El Durazno, su pueblo, ubicado en el municipio de Tixtla de
donde eran oriundos cuatro de sus colegas y que es zona de nahuatlacas. En casa
su mamá le pidió que abandonara la Normal, que ya no regresara, a lo que él le
contestó: “ahí me quiero quedar para saber de mis compañeros”. Además, sigue
con la idea de ser maestro.
--¿Por qué quieres ser maestro?
–“Diría mi compañero Chilango... todavía recuerdo sus palabras –y sonríe,
cómplice–: ‘para compartirle mis ideas a los niños’”.
–¿Cómo cuáles ideas?
Ya no responde. Se tapa el rostro,
se queda pasmado. La tristeza le corta el habla y llora silencioso, no con el
estruendo de los que vienen de la ciudad, llora como campesino. Parece un niño
arrinconado. Y cómo no si el dolor es gigante para este joven, apenas pasada
la mayoría de edad, que pretende ser un adulto, que carga sobre sus
cuerpo flaco el pesado recuerdo de siete amigos y como una patada en el alma el
descubrimiento de la raíz de este país podrido.
“Sólo quiero que aparezcan”, se
enjuga las lágrimas.
Cuando se repone, como encarrerado
comienza a desgranar recuerdos, como si tuviera urgencia de hablar de todos, de
nombrarlos, de recordarlos para traerlos de vuelta. “Era muy unida la sección.
Éramos muy unidos. Nunca nos separábamos cuando salíamos a trabajar al módulo o
comprar cosas nos cooperábamos. Si salía actividad íbamos juntos. Yo llegaba
primero, yo nunca entraba, no abría la puerta, los esperaba afuera a que
llegaran todos y nos fuéramos al comedor todos juntos”.
Vuelve la sonrisa cuando aparece en
el cuarto a Eduardo, ‘Boby’, a quien le gustaba bailar breidans, ponía una
canción y comenzaba a articular patadas. A Cristian Alfonso gustoso de estudiar
danza desde niño. A Israel fingiéndose el descuidado en las noches, pues cada
vez que se levantaba por algo, pisaba los pies de quienes estaban acostados;
sus víctimas lo regañaban, los demás se reían. Jonás haciendo relajo como
aquella vez que se quedó dormido de pie en clase e hizo carcajear a todos. “Era
bien de la costa, no podía pronunciar el 128 y decía ‘Baisa’”.
Habla también sobre su rutina
escolar, sobre las actividades ‘de lucha’ que tenían, la ordeña, de sacar
diesel, de botear, hasta que se atora: “El 26 entramos a las nueve cuarenta, ya
no me acuerdo a qué materia fuimos. Tenía el horario pero anda desaparecido el
que lo tenía. Se lo iba a pedir”.
Sabe que sus otros compañeros de
primero están preocupados por él, pues el G es el único cuarto donde quedó uno
solo –en otros cuando menos quedaron dos o tres. Cuando lo invitan a mudarse de
sección él les dice lo que ahora repite: “que no, que estoy bien, que aquí
quiero estar con ellos”. Alguna noche ha soñado que están juntos en el convivio
que tenían planeado para ese fin de semana.
Un estudiante se mudó por unos días
a su sección para acompañarlo y a veces lo regañaba con un ‘no te agüites,
cabrón, van a aparecer, piensa positivo’. Un día de plano se pusieron a orar
más o menos con estas palabras que Bernardo repite: “Que el señor los proteja a
cada uno de nuestra sección, que les de fuerza, les cuide y los traiga bien,
acá van a regresar y acá vamos a estar esperándolos”.
Pasado el llanto, lustrados los
recuerdos, revisitados los amigos, retomados los espacios vacíos, Bernardo se
sincera: “Hay momentos que me quiero ir de ver a las familias, cómo están sus
rostros, cómo están llorando, uno se desilusiona. Me siento triste y solo, me
siento mal, soy el único que se quedó aquí. Yo siempre decía: ‘si salimos
todos, volvemos todos’”.
Esa rutina de esperarlos en la
puerta, de no entrar hasta que lleguen todos; esa promesa del ‘si salimos todos
volvemos todos’ es lo que hacer que Bernardo cada tanto reacomode las
pertenencias de sus amigos, barra el piso y cultive la esperanza del
reencuentro hasta llegar la noche, cuando regresa al cuarto más solo y triste
de Ayotzinapa, y tiende su cobija roja, y duerme siempre en vela para darles la
bienvenida al momento en que reaparezcan.
“Estoy esperando a que lleguen
–dice–. Por ese motivo no me he ido. Yo sé que si yo estaría desaparecido ellos
harían lo mismo”.
(*) Este reportaje apareció originalmente en Proceso el 14 de octubre de 2014, http://www.proceso.com.mx/?p=384743
Fuente:
el domingo 11 de
octubre de 2015
Retomado de: http://www.proceso.com.mx/?p=384743Escuela Normal de Ayotzinapa. (Tomado de la revista Proceso). |
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